La misa es a la 7, pero si voy a la hora en punto sé bien lo
que me voy a encontrar: una iglesia todavía vacía, la cadencia armoniosa del rosario protagonizado por cuatro o cinco
señoras mayores, y la voz peculiar de doña Isaura que, como es tradicional,
entre misterio y misterio pide para que “aumente
la fe en Pevas, tierra de amor”.
Doña Isaura (la que lleva polo blanco en la imagen) es
personaje típico, representante de esa estirpe de mujeres leales de nuestras parroquias, constantes, incombustibles al
desaliento, que están siempre ahí, en Perú o en Pekín, llueva, truene o
nieve, como un clavo. O haga calorón, como a esta hora en el bajo Amazonas,
donde se van desgranando avemarías en las voces de Olinda, Nélida y Lelí, las
habituales en Pevas, de toda la vida.
Recuerdo un comentario en Valencia un día, alguien que me
dijo con una media sonrisa malévola: “Habida cuenta la edad del personal,
pronto te vas a quedar sin clientas”.
Allí la Iglesia la sostenían, como en todas partes, las mujeres, muchas de
ellas veteranas, educadas por las Concepcionistas en la delicadeza y el amor a
Jesús Sacramentado y a la Virgen del Valle. Mujeres con una fe de hierro y una determinación para participar que
para sí quisieran muchos jovencitos.
No olvido aquellos jueves eucarísticos, cuando yo, párroco
novato, exponía el Santísimo por la tarde y allí estaban ellas, infalibles, sus voces adornando magníficamente la
iglesia también casi desierta:
Para siempre hecho espigas y hecho vino
se quedó en el altar
tu corazón.
En el pan se quedó tu amor divino
para siempre eucarístico Señor.
Ya tenemos manjar para el camino,
ya podemos comer al mismo Dios.
Porque estás hecho espigas y hecho vino
para siempre eucarístico Señor.
En el pan se quedó tu amor divino
para siempre eucarístico Señor.
Ya tenemos manjar para el camino,
ya podemos comer al mismo Dios.
Porque estás hecho espigas y hecho vino
para siempre eucarístico Señor.
Ese mismo tipo de personas, salvando las distancias,
encuentro acá en la remota Amazonía. En Indiana están Dorita y Leo, creyentes de siempre, parroquianas
incondicionales, las que llegan las primeras a las reuniones del Consejo de
Pastoral y se apuntan para subir al bote e ir a las comunidades los domingos,
entusiastas, fiables, comprometidas hasta los tuétanos. Qué tesoro.
Ellas son la memoria
de la comunidad parroquial, a veces maltrecha por cambios, desórdenes o desafortunados
antitestimonios. Ofrecen la perspectiva del tiempo y el aderezo de la
experiencia. Con ellas descubro que, cuando se nos ocurre algo y creemos que recién
hemos descubierto la pólvora, resulta que esa idea ya la intentaron hace veinte
años.
Mujeres
fieles, roca firme, testimonio vivo, iglesia femenina que perdura, legado para los cristianos de ahora y de siempre. En
la foto capaz sumamos unos 340 años… qué honor conocerlas, aprender y absorber
al menos un tercio de su espíritu y de su empeño.
Dorita y Leo |