Es una expresión que aprendí cuando estudiaba francés: “faire la grasse matinée”, que se
traduce por “dormir hasta tarde” o, más exactamente, “levantarse tarde”, es
decir, quedarse en la cama, remolonear y
perrear saludablemente. Muy pocas
veces tiene uno la oportunidad de semejante cosa, pero mira por donde alguno de
los “domingos de inmovilización total obligatoria” en el Perú me han brindado
ese pequeño placer.
La
condición es que no haya nada que hacer, cosa rarísima y casi extraterrestre. Los
domingos por la mañana, ahora que hay una relativa tregua en la incidencia del
virus, hemos empezado a salir a las comunidades río abajo para la celebración
del domingo, y estábamos deseando. Pero, si hay mandato gubernamental de no salir
de casa o hay elecciones, se suspende toda actividad, misa incluida.
Tiene que coincidir además que no haga demasiado calor, porque como sea uno de esos días en que el sol sale
fuerte y empieza a jarrear a las 6 de
la mañana, no hay quien pare en la cama. Pero si hay suerte, me salto los
horarios y me permito holgazanear. Sin prisas, sin tener que atender nada,
saboreo el silencio porque los de la municipalidad también dan un respiro en poner
música, y gozo de un buen rato de relax…
Ojeo con
calma el periódico, veo XLSemanal y disfruto de mis columnas favoritas: Pérez
Reverte, Javier Marías, Carmen Posada… Tranquilamente, y más allá de las 7 de
la mañana (tardísimo, normalmente estoy en pie antes de las 5, acá amanece a
las 6), por fin me levanto, me preparo un café, pongo la radio, desayuno con pausa.
Hoy me he puesto hasta buzo
(chándal) y calcetines porque hace friaje, una
temperatura deliciosa de 23 grados.
La mañana transcurre lentamente a través de un plácido sosiego. Me
pongo a escribir, termino una entrada, empiezo esta que están leyendo, llamo a
mis padres, leo una novela, recojo ropa, miro la tele con mi gata encima, dentro de un ratito daré ejercicios
(no hay cosa que me guste más)… El teléfono mudo, la agenda de hoy en blanco, la
calle desierta, nadies me necesitará
(esperemos), “tiempo de ser” como nos enseñaron en el noviciado, ratos para estar conmigo mismo y
desempeñarme en el saludable arte de no
hacer nada. Nada de mérito, quiero decir.
Recuerdo que durante la cuarentena estricta todos los días eran más
o menos así, y eso resultó abrumador y casi angustioso. La gracia de la “grasse matinée”
reside en su carácter excepcional, es como un resquicio de serenidad y de
tarifa plana de descanso en medio de la velocidad y el ruido de la vida. Se
trata de romper todas las rutinas precisamente para poder retomarlas con
eficacia y alegría.
Disculpen si les decepciona no hallar acá una gran aventura
misionera esta vez. Mi amiga Ana Muñoz me habló una vez del “descanso del guerrero”
y me hizo reír y pensar, nunca lo he olvidado. Frenar y encontrar tiempos de reposo y desconexión es algo muy
necesario. Poder bajar la guardia y desmadejarse haraganeando
sin culpabilidad ni excusas, empleándose a fondo en vaguear, es mucho más saludable
que todos los ansiolíticos y antidepresivos juntos.
Porque los
misioneros no somos héroes, somos personas normales, de carne y hueso. Bueno,
yo al menos. Como dice la gente por acá, “también tengo derecho”, o como el
anuncio aquel, “porque yo lo valgo”. Y aquí lo dejo, que ya se va a colapsar mi
capacidad cognitiva por hoy.
Los aventureros también se cuidan y se quieren. Es por eso por lo que sus seres queridos esperan seguros y pacientemente que vuelvan.
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