- ¿Don Luis? – le pregunto al enfermero que trae el aviso.
- Así es – contesta.
Lo conozco porque es el enfermo que lleva más tiempo allí, más de mes y medio. Intrigado y algo desentrenado (acá es raro que pidan los óleos, aún más que en España), agarro los oportunos instrumentos y me encamino al colegio de primaria.
Luis tiene ochenta y tantos años, es menudo, muy delgado y de piel oscuramente amazónica. Está echado en una de las literas que la misión prestó al municipio hace meses para los internos del centro de aislamiento. Lo observo mientras dormita, solo el leve murmullo del concentrador apenas interrumpiendo la quietud del mediodía: la suciedad de la colchoneta, el revoltijo de tapers con restos de comida junto a cajas de medicinas, y una frazada mugrienta cubriendo sus pies.
Al principio no me reconoce y me llama “doctor”, a pesar de que ya le he visitado varias veces. Luego, cuando comprende que soy el cura, se incorpora trabajosamente para hablarme. Noto que desea y necesita conversar, seguramente una de las peores secuelas de la COVID es la soledad, el aislamiento social al que somete a los contagiados.
Enarcando su rostro para ensayar una sonrisa, Luis me habla, como tantos ancianos, del pasado. De cuando era niño y conoció a los padres canadienses. A Monseñor Dámaso, a Donato, y más tarde al padre Pierre y a Gastón Harvey. “Buenos hombres, buenos hombres”, repite. “Ellos me hicieron estudiar acá mismo donde estamos, que era la escuela de varones, y cuando acabé me fui a trabajar”. Y relata cómo ha sido su vida, tiene tres hijos, dos viven en Iquitos y uno en Indiana, pero con éste y su familia las relaciones se han torcido, y eso le duele.
“Nos enseñaron a confesarnos” y acto seguido, como para probar que él sabe desde niño, comienza a declarar sus pecados, y es una confesión muy real, muy honesta, que me emociona. Un hombre al borde de la muerte (es el único que ha necesitado balones de oxígeno estas semanas, y en varios momentos parecía que se iba) que se confía a la misericordia divina, y al que sé que Diosito contempla con ternura. Pero en medio de sus pecados, Luis entrevera el auténtico motivo de su llamada.
“Sufro mucho, padrecito. Estoy cansado. No estoy capaz ni de pararme para ir al baño. Mis hijos me cuidan y no pueden dormir. Me asfixio, no trago la comida… Por favor padre, póngame una ampolla para que se termine todo. Así ya no quiero seguir”. Me impacta lo que pretende y le contesto que no puedo hacer eso, que el fin de la vida es algo que está únicamente en manos de Dios. “Ya se lo he pedido al médico, a las enfermeras y a mi hija, pero nadie quiere”. Ella llega al rato y me lo confirma.
Me pregunto hasta dónde puede resistir el sufrimiento un ser humano. Doblegado por la postración y la debilidad extrema, Luis se hunde en el agotamiento, se deja arrastrar hacia la neblina de la muerte, que va invadiendo su ánimo a la espera del golpe definitivo. “Ya estoy regresando a verte” – me despido. Y de hecho, volveré dos o tres veces más, y la expresión de sus ojos me revelará que me reconoce, aunque olvida mi nombre. Voy porque hay un vínculo entre Luis y yo, algo que lo trae a mi presente, tal vez la duda de si podría hacer más por él.
Solo el día de su traslado de urgencia a Iquitos, porque han encontrado una cama para él en el hospital modular, me recibe con “padre César”. Ayudo a subirlo a la silla de ruedas, a llevarlo al puerto con el oxígeno… Y cuando el bote se aleja, le digo adiós y pienso, conmovido, que el mundo es muy injusto; que los pobres tienen que padecer y morir; que intentamos aliviar el dolor y la miseria, pero nos desbordan… Hasta hoy sigo recordando a Luis. Y me quedo en silencio.
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