Eso es lo que hay. Oigo un maullido lastimoso y zalamero tras la
puerta de mi cuarto en la tarde, ya quiere que le abra para dormir una de sus
siestas. La gata entra, se sube a la impresora, se lleva una nalgada y
finalmente se acomoda en la otra cama, que lleva tiempo llena de pelos… Se llama Collantes, como el personaje
de la película “Campeones”.
Es cierto que cuando nació esta camada, yo quería una gata y la elegí a ella porque me gustó su cola verde
pero con la punta blanca, como la panza; de hecho, la bauticé yo. Pero después no
hemos tenido mucha relación, porque los chicos hijos de la familia
misionera estaban encargados de los dos perros y los cinco gatos de la casa, y
Collantes más bien paraba alrededor de ellos.
Curiosamente –los animales son increíbles-, desde que se marchó la
familia, y a pesar de que ahora son las hermanas las que cuidan nuestro zoológico,
Collantes se viene conmigo, me reclama comida, por momentos me persigue y buena
parte del día lo pasa en este final del pasillo (“al fondo hay sitio”) adonde me
he mudado. ¿Tal vez recuerda y/o siempre
supo que ella es mi gata? Quién
sabe, me hace ilusión pensar que sí.
Cuando amanezco y salgo a tomar mi agua con limón, la gata baja de
la mesita de la tele, donde ha dormido. Maullido de “buenos días y ponme el
desayuno”, seis o siete croquetas a su plato y empieza la jornada. A pesar de
que se finge hambrienta y hace yapa
cuando llega la hora del almuerzo comunitario,
es una cazadora experta y la hemos visto zamparse sus buenas ratas. De hecho, para
eso queremos a nuestros gatos, ¿no? Bueno, para eso y para dejarnos domesticar por ellos.
Es una peleona de cuidado (hace honor a su nombre), de vez en
cuando llega con arañazos y mordiscos. Las pendencias nocturnas cuando va con
sus novios pasan factura. Ya le he
puesto a Collantes una ampolla de “suspensión hormonal”, pero comprendo que hay que esterilizarla e
intento contratar a las hermanas para que la lleven, porque no quiero volver a
pasar por el mismo trauma como con Chacha, que sigue en Islandia más ancha que pancha.
En la
noche, cuando me siento un rato, siempre quiere subirse a mi regazo. No me
deja cenar tranquilo, es una castaña. Y me hace sudar. Recuerdo que costaba Dios
y ayuda que Chacha se subiera, se había vuelto más arisca, pero esta es una coscona de la patada. Acá es un entorno
más silvestre, Collantes se mete debajo de la maloka, anda por el pasto, el
lomo con suciedad y telarañas, me pone perdido… pero me encanta que se me tire
encima.
Le acaricio
su pelo suavito y empieza el ronroneo, algo que me fascina y que me gustaría
aprender a hacer, tal vez no sea demasiado viejo. Cierra
los ojos de puro relax y deleite, y entonces pienso que el amor siempre
te da una segunda oportunidad, frase que podría ser el título de una novela de
Corín Tellado. Cada mascota que pasa por nuestra vida tiene su personalidad, sorprendentemente
los queremos y… todos nos adoptan.
Sobre todo los gatos, que ni siquiera necesitan hacernos
creer que dependen de nosotros. Son
libres, van y vienen, dan un zarpazo a nuestra afectividad, se aprovechan de
las carencias que el celibato ensancha, y nos atrapan. Bueno, a mí al menos
Collantes me tiene en el bote. Veremos que dice mi psicóloga cuando lea esto.
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