Como dice el tópico, en situaciones límite aflora lo mejor y lo peor del ser humano. Sí,
pues. He aquí algunas anécdotas de este tiempo que me han impactado.
La contundencia de este virus nos ha
sorprendido a todos. Una señora en Indiana entró en insuficiencia respiratoria
severa y, vista la gravedad y los raquíticos medios disponibles, los médicos
decidieron enviarla a Iquitos, cuando aún el hospital regional no estaba
colapsado y recibía pacientes. La pobre
no pudo llegar ni al bote, murió en el motocarro que la llevaba de su casa al
puerto.
Por cierto, otro día, mientras tomábamos
desayuno, vimos otro motocarro pasar por la vereda frente a la misión cargado
con un ataúd solitario. No era más que un
improvisado y lúgubre vehículo fúnebre que se dirigía a dar sepultura a una de
las víctimas. Comentamos que a los pobres no les queda ya ni la costumbre
de despedirse de sus seres queridos.
Otra persona murió hace algunos días en la
cola del banco. El virus aterroriza y agita
la solidaridad en proporciones similares. Mucha gente quiere ayudar.
Teníamos que enviar un balón de oxígeno a una pequeña posta de salud en el río
Curaray, afluente del Napo. La lancha no entra hasta un lugar tan remoto, pero
encontramos un barco de una compañía petrolífera, que iba por esa ruta,
dispuesto a llevarlo. El ingeniero me dice al teléfono: “Padre, la ley no permite llevar ningún tipo de gas comprimido en un
barco petrolero, pero como malos peruanos vamos a hacer lo siguiente: cuando
nos revisen en el puerto firmamos el OK, salimos y paramos dos cuadras más
abajito, en puerto Henry, frente al Vicariato, y ahí nos lo entregan”. Los de la comunidad de Nueva Vida ya tienen
un poco de oxígeno al menos.
Hay quien aprovecha el caos y la histeria
colectiva para hacer caja. Un empleado del sector salud en Puno se robó pruebas
rápidas y las vendía a 250 soles. Los misioneros del Putumayo, que están todos varados
acá en Iquitos, coordinaron con la municipalidad provincial de allí para llevar
equipos de protección personal a aquel lugar tan lejanísimo (dos semanas por el
río o dos horas en avioneta). Cuando están cargando las cajas, una de las misioneras
pregunta cómo van a hacer para repartir al centro de salud, a la policía o a la
población. El funcionario, con cara de extraterrestre, le dije: “No,
pero si estos insumos son para nosotros, ¿no? Para los trabajadores de la Muni.
Los demás que se las busquen, cada cual jala por su lado”.
Pero la anécdota más fea me la contó otro
compañero, que un domingo, junto con otros misioneros, luchaba por salvar a una
señora que se asfixiaba; consiguieron el balón, la llevaron al hospital, pero
no había manómetro y era cuestión de vida o muerte conseguir uno. Como él tiene
muchos contactos entre doctores y trabajadores de la sanidad, haciendo llamadas
ubicó a alguien que tiene un amigo que vende un manómetro por 900 soles. “Dile al pata que no se pase. Eso vale 500. Habla
con él… Que piense si fuera su mamá o su
abuelita”. “Ya” - le dice el otro,
siempre por teléfono – “voy a conversar
con él para que te baje y te digo”. Mientras mi compañero espera a que le
llame, aparece un grupo de personas y médicos entre los cuales está el director
del hospital; él aguarda por si puede saludarle y pedirle ayuda, pero el hombre
está rodeado de gente. Entretanto, como no tiene noticias del manómetro, llama al supuesto mediador, que le contesta
y entonces mi compañero descubre que está a dos metros, junto al director, y que es el responsable de materiales del
hospital; le dice bajito que “su amigo” se lo deja en 700 soles mirándole a los
ojos e indicándole, con su dedo en los labios, que no diga nada. Los del
párrafo anterior podrían ser calificados de “vivos” o “desalmados”, pero a este
yo lo llamaría de frente “canalla”.
Nosotros nos dedicamos a lo contrario. Recuerdo que en el aeropuerto, cargando cajas, un señor se dirigió a mí: “¿Ustedes son de la Iglesia?”. “Sí. Esto son ayudas que nos llegan y enviamos a lugares de extrema pobreza” – le expliqué. “Ah… El Señor les va a bendecir”. Damos oxígeno a gente que ni conocemos, pero que nos suplica porque algún familiar lo necesita inmediatamente. El otro día presté un balón que me han devuelto hoy, y no sabía si las lágrimas eran de agradecimiento o de aflicción porque, a pesar de todos los esfuerzos, el abuelito falleció. Echar una mano en estos tiempos tan crueles es maravilloso. Los sinvergüenzas se lo pierden. Y además el balón me lo han devuelto lleno.
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