El trabajo incesante de las últimas semanas es en cierto modo como el cumplimiento de un sueño infantil, un candoroso deseo de ayudar a los demás. Ser misionero significaba viajar a países lejanos dejando todo atrás para socorrer a los más pobres del mundo y remediar el hambre, la ignorancia y la miseria. Noble ideal que al llegar se te desmonta y luego reaparece en versiones más realistas y atroces, como en esta pandemia.
Las huchas de las Misiones, con su metálico
run run, acompañaban nuestras
carreras por las calles de Mérida, preadolescentes de los Salesianos que
invaden ascensores, tocan timbres y de paso gamberrean un poco por escaleras y
rellanos. “Una peseta pal DOMUND”,
pedíamos casi canturreando al estilo de los niños de la Lotería de Navidad.
Pero en vez de dar millones, los recogíamos tacita
a tacita, titánica tarea para tan
magnánimo fin.
Las pegatinas con los negritos y los indiecitos
recordaban a los donantes que gracias a su generosidad se construirían escuelas
y dispensarios, se harían pozos de agua potable, los más abandonados tendrían
comida y medicinas, tal vez luz eléctrica… Saldrían
del subdesarrollo y la indigencia gracias a esos paladines de la fe, los
misioneros, que salían en las diapositivas de clase de Religión y a veces
hasta venían a darnos una charla rodeados de tapices, arcos, plumas y
misteriosas máscaras de madera. Yo quería ser uno de ellos.
Cuando llegué al Perú, un compañero me
dijo: “Olvídate de proyectos de educación
o salud, para eso tiene plata el Estado”. Vaya por Dios. Parecía que lo
nuestro era la “evangelización explícita”, o sea los sacramentos y la misa ante
todo. Luego, ya en la selva, se trataba más de acompañar y de apoyar en lo que
se podía, porque en el Yavarí la pobreza es apremiante. Pero sin caer en
paternalismos trasnochados, con discreción. Hasta que se desencadenó esta
horrenda crisis.
Han traído una carga del aeropuerto. Son
equipos de protección personal que vamos a hacer llegar a través de nuestros
misioneros a unos 70 puestos rurales de salud del territorio vicarial. Bajamos
las cajas, las abrimos, contamos lentes, paquetes de mascarillas y guantes,
overoles, mandiles… y volvemos a armar cajas para los diferentes lugares. Sellar, colocar rótulos, precintar, mandar
por lancha, ponguero o avioneta. Prosaicas
y urgentes faenas que nos jalan todo
nuestro tiempo.
Si los “epps” se antojan un poco modernos, qué les parece esto: enviamos
alimentos no perecederos, alcohol, lejía y productos de limpieza. Fideos,
arroz, sacos de limón, jengibre, hojas de eucalipto, aceite, fósforo, jabón… Parece
que estoy escuchando las canciones del Padre Carreño. Con las donaciones de la
campaña compramos medicamentos específicos para COVID, y además paracetamol y
aspirina en cantidad. Instrumentos de diagnóstico y oxígeno medicinal: balones
y concentradores. Las jornadas pasan y
nos agotamos en atender las necesidades más perentorias de la gente, como los
antiguos.
Sin
sutilezas ni disimulos: nos dedicamos a intentar que la gente viva. Lo demás no nos importa. Así de claro. Chambeamos con una mezcla de satisfacción y pesar, acogotados por
la gravedad de lo que está ocurriendo y con el dejo agridulce de cumplir con
nuestro deber. Llegamos hasta donde buenamente podemos con las ayudas que nos
están remitiendo; los héroes los dejamos para los comics de Spiderman, nosotros
hacemos lo que tenemos que hacer, con más consternación que romanticismo.
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