Llamé aquel domingo de enero a la puerta de
tu casa, tú me abriste… y me sonreíste.
Por supuesto. Es tu mejor hermosura y a mí me alumbraba y me relajaba
mientras de mi maleta salían incertidumbres y derrotas, en el momento más
difícil de mi vida. Lo recuerdo hoy, cuando el dolor por tu pérdida, como una
puñalada fulminante, ha desembocado en una tristeza queda y desmedida.
El tráfago de la vida cotidiana ha ido
engullendo semanas y meses sin que nos hayamos intercambiado un simple mensaje,
y por momentos me vence el pesar de no
haber podido decirte adiós; sí, ya lo sé, no es culpa mía, ni de nadie, lo
inmediato nos arrebata, las cosas son así. Aunque otras veces, en algún respiro
de las lágrimas, pienso que prefiero recordarte tal y como fuiste, sin tener
que soportar en mi retina los estragos de esa enfermedad maldita y cruel.
Me condujiste a mi cuarto, Luis me dio una
copia de las llaves y tú me mostraste la cocina, me explicaste dónde estaba cada cosa, la
ubicación de los yogures y cómo calentar la comida… “Quédate todo el tiempo que haga falta, ésta es tu casa”. Así de
sencillo y de generoso. Tú sabías que yo
no solo necesitaba un lugar donde hospedarme, sino la compañía de alguien que
me diera calma para irme rehaciendo, para recuperar la confianza en mí
mismo, sin muchas preguntas, únicamente con la virtud del cariño y la
paciencia. Y en eso Rocío, tú eres insuperable. “Tengo que darte las gracias
por estar cerca de mí”.
Creo que me mirabas de reojo, cuando por
las noches estábamos los tres viendo un rato la tele o charlando, y rebobinabas
a unos pocos años atrás, a aquel verano africano en Kanté, donde tú también estuviste
con Luis y conmigo, a los meses posteriores en los que se fraguaron una complicidad
y una gama de sobrentendidos que han adornado siempre nuestra amistad. Tú eres una mujer de pocas palabras y
gestos ciertos, una comunicadora con tu sonrisa invencible.
Sí:
yo tengo una historia contigo. Durante la
Eucaristía de tus exequias, ya lo viste, me sentía devastado por dentro y al
mismo tiempo orgulloso. Fernando y yo estábamos ahí, a la vista de todos. Luis
nos hizo recordar tu boda, ¡qué emoción, qué bien lo pasamos! Un gran día de
fiesta que fue como la guinda de aquellos años en Triana, las escapadas a comer un
serranito, las risas con Reyes, tu amor que evolucionaba de la clandestinidad a
la madurez. Y luego la lucha por David, la felicidad de ser padres, el bautizo
de Ana… Me correspondía a mí el privilegio de pronunciar tu nombre y me doy
cuenta de que de esa forma sí me he despedido de ti.
No acierto a enjaretar muchas más palabras,
Rocío, cariño. A Diosito lindo le doy de
veras gracias por haberte conocido, los que te queremos hemos sido tan afortunados
como desolados nos sentimos hoy. Seguiremos con nuestras vidas, como tú
deseas, pero te tendremos presente siempre en nuestro recuerdo, joven en lo más
auténtico de nuestros corazones. Tus hijos nos enseñarán a tirar para adelante,
han heredado de ti esa sabiduría discreta que te hace tan especial.
Iré a curarme esta herida junto a mi mamá, sé
que te gustará verme. Tal vez tu sonrisa, que ahora es eterna, se refleje en mí
y le transmita a ella fuerza y valentía. Por
favor, no dejes nunca de sonreírme.