Llevo varios años dando ejercicios
espirituales en la vida diaria personalizados, es decir, el ejercitante y yo
solos, tal y como San Ignacio lo pensó. Pero, salvo algunos retiros, es la primera vez que doy una tanda de
ejercicios a un grupo, en este caso las religiosas Misioneras de la
Misericordia del Sagrado Corazón de Jesús, una congregación mexicana que está presente
en la selva con comunidades en Indiana y en Iquitos.
De modo que es algo en cierto modo nuevo
para mí, y acepté sospechando que, como
hay pocas cosas que me gusten tanto como dar ejercicios, seguramente
disfrutaría, y así está siendo. Escribo desde la casa Kanatari, en Iquitos,
un sorprendente remanso de belleza y de paz en el corazón de la ciudad. Las
horas transcurren plácidas pautadas por la voz lenta de la campana e invadidas
por el silencio total, tan blanco como los hábitos de mis compañeras.
Ya me figuraba que en cinco días no es posible componer un perfecto bonsái con la propuesta ignaciana y ofrecerlo en miniatura,
pero me está resultando todavía más difícil de lo previsto. Cuando das los
ejercicios a otro te esmeras en la explicación, hay dudas y aclaraciones,
puedes ayudarle a conectar con lugares y momentos ya saboreados, y vas viendo
cómo se va dibujando en la persona un proceso completo que responde a un todo
perfectamente ensamblado. Acá hay que apañárselas para que el recorrido de
estas jornadas sea coherente y no tenga lagunas, sea provechoso sin
mutilaciones, y eso es complejo.
En fin, hacemos lo que podemos. Doy puntos
dos veces al día “con breve o sumaria
declaración” (Ej 2), o sea
cortito y que enseñe (como las minifaldas), y además de mucho espacio, mucho
tiempo y mucha tranquilidad, tenemos una hora de adoración diaria y la
Eucaristía. Me sale decir “tenemos” porque aunque
yo no estoy haciendo ejercicios, de alguna manera sí, estoy compartiendo la
materia que me estudio antes de darla, craneando
las notas que tomo para que me ayuden en la exposición y regresando a imágenes,
elementos y pasajes bíblicos que me transportan a esa experiencia incomparable
y crucial que fueron y son para mí los Ejercicios.
Pero donde realmente Dios “se me comunica
abrazándome en su amor y alabanza” (Cfr. Ej
15) es en las entrevistas personales. Ahí
las monjitas, sin saberlo, me dan ejercicios a mí, me enseñan que lo
esencial no es el método, sino que es “la realidad de vida en el ejercitante lo
que determinará el uso del método. En esta capacidad de maravillarse ante las
obras de Dios hará sus propios ejercicios el que los da. Su campo de
contemplación es la historia misma que va sucediendo y que le comunica el que
se ejercita”. Son palabras de Ignacio Iglesias, maestro de maestros, y ¡qué
verdaderas!
En Kanatari ocurren muchas cosas asombrosas:
el agua de la ducha está templada, hay galletas de chocolate para merendar y es
el único lugar del mundo donde el interruptor de la luz de la habitación está…
por fuera; en la noche se sueltan los perros bravos, de modo que o te espabilas
y apagas o duermes con el foco prendido. Pero no es problema, porque se
descansa a pierna suelta; y justo acá
aprendí la palabra “shameco” (ver 10 de febrero de 2017).
Curiosamente uno se envuelve también en la
atmósfera de calma y sosiego, y en los ratos que me deja esta chamba aprovecho para revisar mi
proyecto personal, leo artículos y documentos que tenía pendientes y preparo
otros retiros que me han pedido. Porque hay dos cosas que me gustan tanto como
dar ejercicios: salir a las comunidades y crear
ejercicios nuevos, inventarlos a
partir del molde original ignaciano adaptándolos a quienes los van a vivir.
Es algo inagotable, un manantial perenne y nuevo; Ignacio Iglesias dice que es “un “más” siempre pronto, que te llevará a
dar Ejercicios cada vez, como si fuera la primera”. Por cierto, Kanatari
significa “amanecer”.
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