No nos avisaron de que Puerto Alegría
estaba bajo el agua víctima de la inundación, aunque no creo que eso nos
hubiera desanimado de ir hasta allí a celebrar el Jueves Santo. Hacía cuatro años que no pasaba la Semana
Santa con la mochila al hombro, y me apetecía mucho salir a comunidades.
Por más que en Islandia intentaron disuadirme, ni modo: rumbo al Amazonas.
Es cierto que la crecida vuelve aún más
difíciles las cosas porque a la gente le
cuesta más salir de la casa, no todos tienen canoa y los hay mayorcitos que no
se atreven a caminar por los improvisados puentes de tablas o por la vereda
sumergida; pero hay que llegar. Y en casa del animador Homar nos
presentamos un poco después del mediodía; le encontramos medio enfermo, como su
esposa, e inmediatamente tuvimos que escuchar un cúmulo de lamentaciones,
reclamaciones y justificaciones: “es que
no pude ir al encuentro en Islandia porque…”, “es que tengo rota la cadena de
la motosierra…”, “es que…”.
Éste es un pueblo grande a orillas del Amazonas,
cerca ya de la triple frontera, donde al parecer “hay hartos católicos” pero la
comunidad no termina de carburar. Tiene incluso hasta capilla (¡!), que está
derrumbada y es la imagen plástica del abandono efectivo de la fe de esta
gente. Uno de los motivos es que Homar no logra convocar a los vecinos para
organizarse mínimamente, mucho menos para orar los domingos. Por eso me voy con él en la tarde a invitar,
caminando con el agua hasta las rodillas, y así puedo conversar con varias
personas que me preguntan por el Bautismo, si se pueden casar, etc. “Lo vemos todo esta noche, ahí les espero”.
Y sí, aunque no aparecen ni mucho menos
todos los que podrían, se arma un grupo de veintitantas personas en la canchita
junto al salón comunal. Rápidamente sacamos las sillas, preparamos una mesa y
buscamos lo necesario para el lavatorio de los pies. La Cena del Señor, a la luz de una espléndida luna llena, resulta
bonita a pesar de las dificultades para leer, entonar las canciones, etc. Lavo
y beso varios pies (no son los más sucios de mi vida, ni mucho menos) y después
salen algunas personas espontáneamente a hacer lo mismo. Al terminar mantenemos
una conversación acerca de la comunidad, la necesidad de reunirse y de ponerse
en marcha. Cuando hablamos de una nueva capilla se pone de manifiesto una tremenda
pasividad: ya les han prometido y concedido apoyo, pero no son capaces ni de ir
a recoger unas calaminas o de entregar un documento al municipio. Les doy un
plazo de dos meses para moverse, o de lo contrario esa ayuda será destinada a
otros lugares.
El
Viernes hemos programado Rondiña II zona, un lugar que, después de varios
intentos, parece que despega. Don Elías, antiguo
animador de la época dorada de Indiana, junto con su esposa Leonarda, están
decididos; su familia es grande (tienen 8 hijos), y junto a tres o cuatro
familias más pueden formar una interesante comunidad cristiana. Nos reciben con
cariño en una tarde muy calurosa, nos invitan a refresco, miramos unos enormes
camaleones en lo alto de los árboles junto al río, y nos bañamos a la caída de
la tarde, relajados y contentos.
A las 6 de la noche tenemos dispuesto el sitio
de la celebración también al aire libre, pero justo cuando estamos comenzando se
descuelga una lluvia repentina y hemos de pasar adentro de la casa. Nos
acomodamos un grupo semejante al del día anterior. Durante la liturgia puedo
ver al fondo a una mujer joven cocinando, de modo que la lectura del Siervo de Yahvé se mezcla con el olor a arroz hervido.
Leo un trozo de la Pasión y hago un breve comentario, lo más sencillo que
puedo, para ayudar a esta gente a vivir el momento siguiente: la adoración de
la cruz. Van saliendo en total silencio,
y casi todos colocan sus brazos en el palo transversal, como cuando se saluda a
un amigo.
Me encanta
este gesto, que cada cual hace a su manera. Trae a
mi corazón otros viernes santos en mis pueblos, y me une a personas que amo. Es muy hermoso compartir la fe de esta
manera humilde y corporal, intuitiva, construida entre la emoción y el agradecimiento.
Acabamos todos satisfechos y serenos. De hecho ellos quieren quedarse cantando
y así pasamos un buen rato más. A la hora de acostarse me duelen los dedos guitarristas
pero saboreo mi felicidad misionera.
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