La angustia aturdió a Islandia la semana pasada: un niño de 11 años había desaparecido. Lo buscaron por todas partes, en casas de amiguitos, en el puerto, por los puentes, en el río… pero nada. Al día siguiente apareció su cuerpo brutalmente violado y asesinado. De la ansiedad y la desesperación se pasó al asombro y al espanto, y de la tristeza a la indignación. Todo un pueblo consternado puesto en pie.
Acerca de cómo manejaron la situación las
autoridades, solo conozco lo que me han contado, porque en el momento en que se
desató la desgracia yo estaba en Iquitos, llegué cuando ya habían enterrado a
Michel. Hallé a la gente muy
sobresaltada, los vecinos en un estado de nerviosismo, ira y pánico que hasta
hoy me sorprenden. Reclaman que cuando la familia fue a la policía a denunciar,
no les hicieron mucho caso (”ocurre todos
los días señora, estará por ahí jugando, ya volverá a la casa”); por otra
parte, ese cadáver debió ser llevado al toque a Iquitos en avioneta, para poder
practicarle la autopsia y obtener restos biológicos que permitieran identificar
al agresor, pero nada de eso se hizo. El caso es que la población está bien
irritada.
Sucesos
como este ponen de manifiesto la impunidad que cada día sufrimos en la frontera. Tenemos un precario puesto de policía, no hay acá fiscalía para investigar
y perseguir los delitos, y las autoridades se muestran inoperantes, sin
recursos ni, por lo visto, capacidad para hacer frente a crisis así con determinación
y entereza. La corrupción alcanza a todo, el abuso, la trata y la violencia son
algo cotidiano, y lo peor es que la gente sabe que en cierto modo es como si el
encargado de cuidar a los ratones fuera el gato. Lamentablemente ha hecho falta un crimen tan monstruoso para desbordar todos
los diques y empujar a la sociedad civil a despertar, organizarse y actuar.
Agarraron a un hombre cuando pretendía
escapar, un tipo raro que andaba por acá, solitario, desconocido… Pero no podía
haberlo hecho solo, de modo que los vecinos siguieron indagando por su cuenta,
preguntando, hasta hallar a un niño que decía que había visto cómo tres sujetos
se llevaban a Michel. Me pidieron que les acompañara a la comisaría en medio de
una muchedumbre dolida y encolerizada; los policías, superados y desconfiados,
me pidieron que asistiese al interrogatorio del crío. Luego lo enviamos en
lancha a Caballo Cocha, de pronto me vi
en una posición de mediación entre unos y otros, como una presencia que da
seguridad en un momento terrible; y al rato con un megáfono en la mano
frente a una multitud clamando justicia y responsabilidad.
Se nos ocurrió armar una vigilia silenciosa.
Para orar y para exigir sin palabras. Tomamos la iniciativa, se pasaron las
voces y creo que más de media Islandia estaba aquella noche junto al lugar
donde descubrieron el cuerpo. Prendimos nuestras velas, cantamos y caminamos en
silencio. Más allá, en la plaza, los jóvenes de nuestro grupo habían escrito en
el piso “Michel” con letras grandes (el gesto se les ocurrió a ellos); mientras
sonaba la canción “Color esperanza”, cada
persona fue colocando su vela sobre las letras hasta formar el nombre, un grito
de luz, un recuerdo y una decisión: esto no puede pasar nunca más.
El acto acabó en el coliseo, repleto de gente haciendo un enorme y único corro con las manos unidas. Juntos podemos. Y ahí mismo la reunión, que duró hasta las diez de la noche, con muchas ideas e intervenciones. Se tratará de activar las juntas vecinales para organizar rondas de vigilancia; se aportaron reivindicaciones para enviar un memorándum al presidente o a quien corresponda; y se creará el Frente Patriótico de Islandia, un comité civil de defensa de la vida y los derechos. El pueblo, la sociedad civil, se empodera y actúa. Y en primera fila, los misioneros, la Iglesia; qué privilegio y qué orgullo.
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