Estoy sorprendido por la fatiga que noto hace algunos días. No
tengo registrada en mi memoria física una sensación como esta, tan rotunda y
diferente, tan demoledoramente singular. ¿Será que hay que aprender también
esta variedad amazónica de estar reventao?
Es cierto que para nosotros estos meses de abril a julio son
de muchos recorridos. Hemos de aprovechar la creciente de los ríos para poder
llegar a lugares que a partir de agosto son casi inaccesibles, o demasiado
lejanos a causa de las vueltas del Yavarí. Es cierto igualmente que ir a las
comunidades es lo que más me gusta y donde encuentro pleno sentido a la misión.
Pero también es verdad que encadenar unas salidas con otras te saca el ancho de
una manera que solo se comprende por la piel o con los riñones.
Primero fue el viaje a Iquitos: una noche casi sin
dormir, un día de reunión, un día de compras a toda velocidad y un día casi
entero en el deslizador de regreso a Islandia. De ahí, solo una jornada de pausa antes de salir al Yavarí; no solo no te da
tiempo a descansar, sino que ese día no paras porque hay un montón de cosas
esperando a ser resueltas y otras pendientes de ser preparadas de cara al
recorrido del día siguiente, sin contar con armar la mochila, etc. Como si
fuera un pit-stop de Fernando Alonso,
pero en vez de cambiar los neumáticos cambias las sandalias y a correr de
nuevo.
El resultado: prácticamente toda la surcada del primer
día durmiendo en el bote. Y el resto del viaje, arrastrando una cansera fina. Cuando estás así, cualquier cosa se te hace
un mundo: subir por el barro de un barranco hasta una comunidad, trasladar
bultos de la chalupa a donde vayamos a pasar la noche, caminar un rato bajo el
sol. Se duerme inevitablemente peor, se come no precisamente a la carta, te olvidas a veces de tomar
agua suficiente… Y vas por esos parajes como
un jaco, acarreando el peso de tu sombra. Jeje.
En Japón había bautismos. Empezaron a inscribirse a
las tres de la tarde. Diosito: cuando íbamos por veinte comenzamos la reunión
de preparación. “Luego terminamos de
anotar” – dije yo, creyendo que ya quedaban nomás algunitos. Iluso: se bautizaron ¡43! Yo no veía el final de ungirles con el crisma, me parecía que salían
más, de todas partes, no se acababa nunca… Ahí batí mi record de bautizos en
un solo golpe, me dejó machacado, como si en vez de echar agüita hubiera estado
cargando sacos de cemento.
No es como cuando desmontábamos la verbena de María Auxiliadora
a las 4 de la madrugada en las Tres Mil viviendas de Sevilla; ni al finalizar
la semana santa de Valencia con la carrera de la Esperancina y los tambores; ni
como al día siguiente de la velá de la parroquia en Santa Ana, cuando nos
dábamos la negra de recoger todo. Es un
agotamiento más taimado y tenaz, invasor silencioso de músculos, espalda y
cabeza, una oleada invisible de debilidad que por varios días me tiene atrancado sin dejarme maniobrar con
normalidad.
Lo más chistoso es que no sé cómo descansar con eficacia. Me despierto temprano y me cuesta
relajarme para una mijita de siesta,
mi cuerpo está como “pasado de rosca”, listo para la acción y reticente al
reposo. Pero precisamente esta mañana me ha llegado un remedio infalible: un viaje de lomo, chorizo y jamón envasados
al vacío que me envían desde nuestra tierra extremeña. Me los voy a jincar convencido de que no hay extenuación que resista a los
cañonazos ibéricos.
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