Para lograr enterarme
dónde me he metido es imprescindible escuchar. Y para ello hay que ir
adonde hablan personas conocedoras, con recorrido y la sabiduría de la
experiencia. Como los animadores de comunidades cristianas, que en el CEFAC
(encuentro vicarial de formación y coordinación) toman la palabra.
Y no solo yo, sino todo mi grupo, el equipo del Yavarí que
ha participado en esta reunión vicarial, mis hombres, llevan apenas un mes como
animadores responsables de la comunidad cristiana de sus pueblos, eso es lo
que dicen cuando se presentan, y es verdad. Con ellos me siento como si el
tiempo hubiera vuelto atrás, hasta la época en que la tía Mila, Juan Vargas,
Nely o Floriano daban sus primeros pasos como agentes de pastoral de las parroquias
de Mendoza. Supongo que así de pardillos serían ellos también, con el despiste
propio de los novatos.
Pero hoy son expertos, como la mayoría de estos hombres que
este fin de semana me enseñan sin saberlo, igual que aquellos hicieron en las
jornadas de formación que en el país guayacho celebrábamos mensualito. Gente de
la selva ahora, loretanos que llegan de lugares tan alejados como Soplín Vargas
en el Putumayo o las comunidades del alto Napo. Curtidos por el sol y en mil
batallas apostólicas, bregando con las
contradicciones de tener que ser profetas en su tierra, luchando por mantener
viva la luz de la fe en sus pueblitos escondidos en las entrañas de esta
Amazonía.
Como son líderes naturales, a la vez que animadores
cristianos muchos son presidentes de asociaciones y federaciones indígenas,
apus, jueces de paz, referencias en sus pueblos. Miguel me cuenta que vienen
muchos vecinos a conversar con él para plantearle diferentes casos y problemas,
y que deberían capacitarlos en derechos humanos porque muchas veces no sabe qué
aconsejar. Y es cierto que en las quebradas profundas, donde no llegan el
Estado o la policía, los animadores son
lo más parecido a la autoridad por su prestigio moral y su compromiso por el
bienestar de su comunidad.
En tres días en Indiana da para oír muchas historias,
compartir trabajos de grupo, exposiciones con papelotes y plenarios. El domingo
en la mañana hacemos resonar el pasaje del juicio final (Mt 25, 31-46), y es
impresionante ver cómo el evangelio
planea como un colibrí en la maloka, entra por los oídos de los animadores y
sale por sus bocas matizado de entusiasmos y cicatrices, con su acento y
los registros de su corazón sencillamente creyente y fiel.
La Iglesia no es como el Starbucks, una franquicia en todas
partes del mundo igual, pero me lo parece en muchas ocasiones. Queda un montón para que surja una Iglesia
auténticamente amazónica, con expresiones, pensamiento y espiritualidad
propias; pero, si algún paso se está dando, lo debemos a estos hombres (solo
había una mujer en el encuentro, doña María, de Mazán), que son los que, además
de las fatigas de todos por sacar adelante sus familias, comprometen la vida en
seguir a Jesús y servir la Palabra a sus hermanos. Los misioneros cambiamos
(están en el vicariato tres años de media), pero ellos, los dirigentes de
comunidades, permanecen.
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