Hay universales de la Navidad que se dan incluso en este confín amazónico, como el pino gigante con adornos, los anuncios de colonia, el buen rollo, los juguetes y las luces de colores con melodías insistentes. Ciertos clásicos de la Navidad peruana por acá no existen, como las pastoritas (en la selva muchas ovejas no hay, no), pero el Niño Manuelito, el panetón y los gorros de papá Noel son infalibles. Y por supuesto, la chocolatada.
Nos propusimos armar una en la parroquia. Para ello se reparten unos oficios muy serios solicitando los ingredientes a diferentes
instituciones: la municipalidad (que está casi en la obligación de dar),
los candidatos a la alcaldía de 2018 (que
más vale que den para ganar votos), empresas y tiendas varias. “De mi mayor consideración: Por medio de la
presente nos dirigimos a usted para saludarle muy afectuosamente en nombre de
toda la comunidad cristiana católica etc… Hemos programado dar a los niños una
chocolatada etc. para lo cual solicitamos panetones, juguetes, cocoa etc. De
esta forma vamos a ayudar a que los más pequeños disfruten de estas fechas
entrañables. Estamos seguros de que usted atenderá nuestro pedido con
generosidad y quedamos agradecidos y bla bla bla”. Cocoa es chocolate en
barra o instantáneo.
Nos dieron 10 panetones grandes y casi 200 panetoncitos
pequeños, además de 5 kilos de azúcar y unos 100 juguetes; el resto lo
compramos. A las 10 de la mañana ya estaban en marcha dos enormes ollas con
cerca de 80 litros del brebaje preparado por Juanita: clavo de olor, canela,
maicena, azúcar y un cola-cao autóctono. A las 12 ya estaba listo, tapamos las
ollas y nos turnamos para ir a almorzar; a pesar de que habíamos avisado para las
4 de la tarde, los niños pasaban por delante
de la iglesia, nos veían, se enteraban otros amiguitos y llegaban… Total,
que a las 2 notamos los primeros síntomas de la muchedumbre que se avecinaba.
Los niños paran los días de Navidad (acá las vacaciones
fueron el 15) yendo de una chocolatada a otra. Todo el día se ven bandadas de muchachos jarra en mano (o taza o vaso y
hasta biberón), corriendo por esos puentes rumbo a los diferentes lugares
donde saben que recibirán lo habitual: chocolate, un buen trozo de panetón
untado con mantequilla y, si hay suerte, un juguete. Hay chocolatadas de
empresas, de la muni, de los
candidatos, de particulares, a veces hay dos el mismo día, pero eso no parece
aplacar la ansiedad de los críos, que ya abarrotaban literalmente el piso bajo
la iglesia mientras cortábamos los panetones.
Las mamás-comando que reclutamos los contenían como podían
mientras ubicábamos todo. Me puse a servir chocolate junto con tres de ellas y
ya solo vi una avalancha de recipientes
que me llegaban por todos lados, sin tregua, jalándome del polo por la espalda
y los costados, cientos de miradas infantiles entre cautelosas e inquietas por
si es que no hay suficiente para todos y me voy a quedar sin mi ración. En
medio de este trajín se puso a llover, vi el agua entrando en la olla, nos
desplazamos un poco debajo del puente pero fue inútil, resultó una versión navideña
del diluvio y el aguacero nos empapó sin remedio, lluvia en todas direcciones.
Mientras esto ocurría, Papá Noel y la profe Djeny intentaban
repartir los juguetes, que eran a todas luces insuficientes, así que probaron haciendo
mini-concursos con preguntas, pruebas… era complicado porque los que ya tenían su panetón formaron un
río de niños que bajo la lluvia los cercaban y apretujaban pidiendo su juego. Una caja de de cartón llena
de regalos, empapada, se desfondó; yo ya había terminado de servir y, como mi
olla estaba enjuagada por el chaparrón, logré recoger algunos camiones, carros y
muñecas y guardarlos en la olla, que sostenía por encima de mi cabeza a salvo
de un bosque de manos acechantes. Veía algunos bebes en brazos de sus papás o
mamás y trataba de darles, pero fue imposible contener a tantísimos niños.
La batalla fue breve: en menos de una hora todo había
terminado. Quedamos hechos mazamorra y calados hasta los huesos pero contentos
(disculpen que no haya testimonios gráficos). Y no es que los niños no tengan juguetes en Navidad, hay papás que les
compran -a muchos tal vez no-, pero veo que ellos desean sentir la emoción de
que les regalen. Les voy a pedir a los Reyes que ajusten el GPS para que el
año próximo pasen por Islandia trayendo en sus camellos al menos 500 juguetes;
como son magos supongo que será pan comido para ellos.
Es una Navidad a 30 grados: acá no hay nieve, ni cabalgata, ni
mazapán, ni “Qué bello es vivir” en la tele, ni carrera de San Silvestre, ni
doce uvas, solo algún espumillón despistado y en vez de discurso del Rey
tenemos indulto del presidente a un antiguo dictador. Escribo esto el 25 de
diciembre, un día muy silencioso, sin electricidad hasta las 10 de la mañana,
metido en agua, casi nadie por la calle, un día que he pasado solo casi en su
totalidad. Pero no estaba triste. Sé que esto forma parte del contrato de misionero y pensaba que muy rápido
se dice “me voy a la selva” y hay momentos en que pesa. Menos mal que tenía turrón, un cariño sabor a chocolate que nos ayudó,
en palabras de mi madre, a “estar un poco más juntos”.