Hay días que hace un calor insoportable. No tanto porque la temperatura sea excepcionalmente alta (rara vez llega a 35º) sino porque la humedad y la fuerza de este sol tan rotundo y tan plano, que te aplasta más que quemarte, hacen que el ambiente se vuelva sofocante. Me pongo a sudar a chorros y no soy capaz de concentrarme en nada, ocupado en abanicarme o secarme con una toalla.
En la siesta más o menos la cosa se sobrelleva porque cuelgo
la hamaca en mi habitación, que está hacia dentro, al lado contrario de la
orientación del sol, y logro dormir un rato (en la cama a esas horas yo no
puedo, soy un charco de sudor). Pero a
partir de las 2:30 más o menos el sol asoma detrás del edificio de enfrente y
pega directo en la pared de mi despacho…
todo mi depa se convierte en un horno
del que he de escapar obligadamente si no quiero derretirme.
A veces el calor tiene una cualidad como de interior de olla
cociendo sin tregua, y entonces la gente dice que pronto va a llover; en cuanto se aprecian dos pellizcos súbitos
de viento recortados contra una manta en tonos grises que de pronto ha
colonizado el cielo, hay que prepararse para un lluvión como el de esta tarde. No se puede decir que fuese una
tormenta, no: era una tempestad con genes de huracán que trastocó en un
instante colores y temperaturas y rodeó de agua todos los costados, redentora
del Yavarí abrasado.
A Eunice y a mí nos pilló bajando a la balsa camino de
Benjamin. No había literalmente posibilidad de resguardarse, porque las oleadas de temporal golpeaban en todas
las direcciones, borrando del horizonte casas, embarcaciones y sonidos,
como se difumina con el dedo un dibujo al carboncillo. Qué bárbaro. El río se
retorcía bravísimo y el bote avanzaba en medio de una cortina de agua, aunque
hacía rato que estábamos completamente empapados sin remedio. Pero qué rica
lluvia.
La brasilera población vecina no tiene alcantarillas ni desagüe, de modo que para cuando nuestro
peque logró acostar, las calles ya eran sucursales del Amazonas por donde solo
los motoristas más audaces (que por cierto son bastantes) se atrevían a
aventurarse haciendo escorzos con el agua a media llanta. Compras y gestiones
resultaron mojadas esta tarde, aunque la borrasca concedió un rato de tregua.
Al regreso, a medida que poníamos rumbo a Islandia se sucedían los relámpagos más enormes que
jamás he visto, encendiendo todito el cielo de tonos metálicos realmente espectaculares.
Siempre impresiona navegar por la noche, pero en este río encabritado y doliente
de intermitencias aterradoras te salen espontaneas oraciones en varios idiomas.
Por más que se bajen los plásticos laterales del bote, cuando llueve con semejante
tenacidad no hay manera de librarse del remojón, y estas son las aguas que
corresponden a la creciente del río, que se empezará a apreciar en serio dentro
de un mes.
En mi cuarto la lluvia violenta horizontal se filtra por
entre las rendijas de las maderas y hay que retirar los cuatro libros para mantenerlos
secos. A pesar de que el termómetro marca 27,5º, el aire es deliciosamente
fresco y empiezo con antelación a
disfrutar de una noche agradable, sin sofoquinas; me pongo las gafas y no
se me caen porque no transpiro, veo un rato la tele tomando un sándwich con un café
calentito que me apetece, puedo hasta escribir una mijita, relajado, con la
perspectiva de descansar rico mecido por el aguacero que por cierto está
arreciando.
Que bien transmites tu día a día allí en la selva. Gracias a ti sabemos la grandísima labor que haces y hacéis por los demás. Gracias por tener esa fuerza y esa fe en Dios. No dejes de escribir, somos muchos los que te seguimos. Saludos desde Arroyo de San Servan
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