No me di cuenta hasta que tuve treinta años y hube de enfrentarme con la primera gran encrucijada real de mi vida (las anteriores opciones fueron tomadas en buena medida con el piloto automático puesto, en estados de inercia más o menos consciente o infantil). Ahí, cuando había que cambiar la espada de madera por la de verdad, sentí cuál es el único territorio seguro: mi familia. Hoy, tanto tiempo después, en estas vacaciones, veo que aquello que percibí está aprendido definitivamente, escrito en mi corazón.
Durante las lentas horas en bote por el Yavarí leí el libro
de John Carlin y Rafael Nadal “Rafa. Mi
historia”. Me pareció simple y repetitivo como el ruido del motor (peque-peque-peque…), pero entre tanta
imposible descripción de golpes en finales contra Federer, captó mi atención la
insistencia en que la columna que sostiene a Nadal como persona y como
deportista es su familia. Su fisioterapeuta, Rafael Maymó, dice en el capítulo
1 que “nunca se insistirá suficiente en la importancia que tiene la familia
en su vida, ni en lo unidos que
están todos”.
Se hacen largos dos años sin volver a casa. Antonio Sáenz
siempre lo decía, y también que, cuando regresas al Perú, en vez de acostumbrarte
a la despedida, cada vez es peor, y eso ya lo comprobé amargamente. En casa no
queda ni rastro del personaje que se
hace el protagonista en internet o que por momentos se cree especial enredado por el fino embrujo de
la vanidad. Aquí solo soy el hijo, el
hermano, el amigo, el cuñado… y el tito. Les pongo el desayuno a mis
sobrinos (todos con las marcas de las sábanas en la cara), nos vamos a la playa
a hacer el burro y a montarnos en la barca de plástico, les compro un helado pasando
de lo que digan las madres y le
encargo a Pilar que me haga un marcapáginas antes de jugar a las palas al
atardecer.
Ellos no saben muy bien por qué estoy en el Perú ni a qué me
dedico, solo reclaman que regrese ya de una vez. Con ellos desaparecen el sacerdote, el misionero en la selva o el
supuesto héroe que intenta salvar el
mundo. Porque siguen creyendo que soy igual que ellos, quieren que me monte en todos los toboganes del parque acuático y que eche el
partido de fútbol con ellos, nos peleamos por comernos las galletas y los
helados que compra mi madre, nos metemos en la ducha haciendo el bestia al
volver de la playa y discutimos por los programas de televisión. Incluso me
tengo que afeitar la barba porque dicen que les pincho.
Solo soy yo mismo, el tonto de siempre, no tengo que
satisfacer ninguna expectativa porque soy y seré querido haga lo que haga. No hay nada que tenga tal poder para
reconstruirnos por dentro que esa libertad, nada que me procure un descanso más
radical y me ayude a encontrarme conmigo mismo, resetearme en donde necesito,
reconocer las balizas de mis referencias vitales, ser simplemente yo, sin
escorzos o cosméticos.
Es el cariño que no te pide nada a cambio, que respeta todas
tus decisiones y te apoya siempre, incluso cuando los caminos que eliges te alejan
de las personas que te quieren así. Se
llama amor incondicional y es la verdadera fuente del equilibrio, que me
alimenta constantemente, incluso en la distancia, y adonde es imprescindible
volver siempre si no quiero perderme entre los rayos hermosos y abrasadores de
la vida. Son mi familia y mis amigos, los auténticos. Ahora lo veo con toda
claridad.
Los largos paseos por la playa son tiempos de conversaciones
y confidencias y, cuando voy solo, de comprensión y reconciliación, de sueños y
proyectos en diálogo con el Mar. La inmensidad siempre distinta e igual a sí
misma, como cada persona, como yo. Belleza hecha brisa, marea y sol. Un azul
gemelo del cielo que me descubre por qué
este amor es la raíz: porque es el que más se parece al de Dios.
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