Siempre me impresionan los pies de los campesinos ancianos. En las visitas, junto a la pobreza de los banquitos de madera y las paredes de muesca, no puedo dejar de mirar esos pies que parecen prolongación de la tierra.
Son pies grandes, que creo jamás usaron zapatos; como mucho, sandalia o yanque. Erosionados por mil pasos en las duras labores agrícolas de la chacra al amanecer o bajo el fuerte sol de mediodía. Pies recios, expertos en cientos de desnudos kilómetros, duros, de uñas malogradas, indiferentes a la estética. Pies en apariencia insensibles a espinas, piedras, barros o aguas; pies como palos o como llantas humanas. Extraños en el cemento o el asfalto.
Me impactan y me hacen recordar uno de los poemas de Tagore en Ofrenda Lírica:
Tienes tu escabel, y tus pies descansan, entre los más pobres, los más humildes y perdidos.
Quiero inclinarme ante ti, pero mi postración no llega nunca a la cima donde tus pies descansan entre los más pobres, los más humildes y perdidos.
El orgullo no puede acercarse a ti, que caminas, con la ropa de los
miserables, entre los más pobres, los más humildes y perdidos.
Mi corazón
no sabe encontrar su senda, la senda de los solitarios, por donde tú vas entre
los más pobres, los más humildes y perdidos.
Si Dios tiene pies, son los de los pobres viejos campesinos de mi Perú.
Si Dios tiene pies, son los de los pobres viejos campesinos de mi Perú.
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