Hace como un año, un día en La Unión, don Esteban me habló
de un lugar llamado Alto Bellavista, a unas tres horas de Nuevo Chirimoto, en
la altura. “Tendrían que ir, padrecito,
hay harta gente allí y nunca ningún
sacerdote les ha visitado”. Sentí cómo se activaba mi instinto misionero, me quedé con la
copla, lo anoté en la lista de los caseríos y no he
parado hasta que he logrado ir.
Propiamente no es un
pueblo todavía. Apenas llevan organizándose cinco años, no tienen luz, ni
agua, ni escuela ni autoridades. Son un conjunto de familias que han ido
llegando de lejos, colonos en busca de madera y tierra donde cultivar café,
algunos desde hace tiempo, otros recién y todos con la ilusión de los pioneros
reflejada en sus rostros.
Subo con el profe Oriol las tremendas cuestas por el camino
que hoy está seco, pero que en época de lluvias debe de ser un barrizal
intransitable. Por eso han colocado muchos palos a modo de peldaños para
facilitar el paso de personas y bestias de carga. Justo hoy hay faena comunal, y nos encontramos con una cuadrilla de
unos treinta hombres chambeando duro, cortando y acarreando leños enormes
mientras coquean (mascan hojas de
coca) para soportar el esfuerzo. Paramos y nos saludamos, estrecho un montón de
manos duras y callosas. “Ahorita nos
vemos padre, todos vamos a estar en la misa”.
Cuando hay faena, mientras los hombres trabajan las mujeres
cocinan las cosas que traen para compartir. Aparecemos en casa de Orlando
sudaditos, nos bebemos varios vasos de freso
de naranja y cuando llegan los varones todos almorzamos juntos: locro y arroz
con pollo. Mientras como, se posan sobre
mí miradas curiosas y hay más silencio del habitual: un cura acá es una
rareza y una novedad pasmosa.
Y la misa un acontecimiento. Nos reunimos junto a un
ingenioso secadero de café que consiste en un motor que hace pasar aire por una
cocina de leña y lo avienta por una tobera artesanal. No hay niños, cosa
extraña, porque toditos están en Nuevo Chirimoto en la escuela durante la
semana con mamás, tías o abuelas. Mientras
preparo los arreos de la Eucaristía tengo
la impresión de que me estoy equivocando, pero ni modo, la misa es lo que
ellos esperan. La mayoría están bautizados (aunque me cuentan que muchos niños
y bebés no) pero Diosito, ¿cuánto
tiempo llevarán sin participar en algún “acto religioso”?
El profe hará la lectura y su esposa ha llevado un
cancionero. Me presento, les cuento por qué he venido, me preguntan si pueden
pedir por sus difuntos y los anotamos. Nada más comenzar me doy cuenta de que
no saben responden a nada, ni cantan, ni seguramente entienden “de la misa la
mitad”, jeje… ¿Cuándo nos vamos a
convencer que no podemos evangelizar de frente con los sacramentos? La
Eucaristía es culmen de la iniciación cristiana, pero nosotros nos jalamos los procesos y hala, misas para
todo.
Llega el Evangelio y hablamos de la regla de oro: portarse
con los demás como quieres que se porten contigo; y si te tratan mal, tú
devuelves bien, pones la otra mejilla. Me siento especial, ante un reto precioso: regar con la Palabra una
tierra virgen,decirles que Diosito
les quiere, que su Reino está acá y su bondad nos acaricia como los rayos
del sol y nos empapa como la lluvia, a toititos,
seamos como seamos.
“Levanten su mano los
que van a recibir la comunión”- les digo. Un hombre se levanta respetuoso y
pregunta: “Disculpe, ¿puede explicar qué es eso de la comunión?”. Jaja,
si es que estamos pegaos de cómo hacer
el primer anuncio, no tenemos herramientas ni resortes. Pero su sinceridad me
conmueve, intento explicarlo lo mejor que puedo y al final comulgan tres
personas.
Al terminar viene lo más interesante: “vamos a conversar”.
Les pregunto por el origen de esta población, me cuentan los inicios, sus
luchas y sus problemas, me presentan sus necesidades por si yo les puedo ayudar.
Les prometo que hablaré con el alcalde de Omia para que les brinde una máquina
que haga un muro que proteja el puente de las crecidas del río; miraré de
buscar una platita para apoyarles en la compra de un terreno para que construyan
el salón comunal, la escuela y la iglesia. Y
cuando me piden: “Padre vas a volver,
¿verdad?”, mi corazón baila un paso de huayno y dice: “¡Por supuesto que sí!”.
Porque por vosotros
he dejado mi casa, mi familia y mi país, para llegar a los más pobres y
alejados en todos los sentidos (geográficamente, sociológicamente y en la
fe), no para dedicarme a la pastoral de mantenimiento. Y si para ello he de
salir de los caminos ya transitados y coquear
espiritualidad misionera, lo haré.
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