Puentes que son un palo o una tabla, puentes colgantes,
puentes con agarradero, sin agarradero, vadear el río a pie con el agua hasta
los muslos, puentes buenazos de cemento, puentes incluso cubiertos… Hasta ahora
lo había probado todo, pero no conocía una emoción nueva: las oroyas. Jaja.
Una oroya es una especie de caja de frutas gigante que se
desliza sobre un cable como la cabina de un funicular a base de tracción humana
“manual” (jalando, vamos). Te montas y el artefacto se embala hacia la otra
orilla varios metros por encima del río (que corre bravo y color chocolate) bamboleándose
para hacer más interesante la cosa. Diosito.
Sobrevuelas en oroya el camino que te lleva desde Río Verde
hasta La Frontera. Planeas sobre una belleza natural impresionante: bosques que
tapizan los enormes cerros, cuestas arriba, flores que jamás has visto antes,
zonas implacablemente embarradas, quebradas con caídas de agua cristalina, tremendas
bajadas, guayabas, zonas de travesía ligera, una raíz aérea tan enorme que me
llega por los hombros, rocas impactantes, árboles rectos y altísimos... Son 25
kilómetros preciosos, y esta vez los he disfrutado a tope.
Se caminan de un tirón al regresar. A la ida se hace escala
en Nuevo Chachapoyas. Allí llego con Rosendo, mi compañero de fatigas, y nos
bañamos en una poza de agua fresquita para quitar el sudor que te empapa de
pies a cabeza. Nos acogen como siempre muy amablemente y en la noche preparamos
las cosas para la Eucaristía. Hay que enganchar una bombilla a un cable que
pasa junto a la capillita porque en estos pueblos no hay luz todavía. La gente
se reúne, muy simpática, cantan de maravilla. El cielo sembrado de estrellas se
ve espectacular.
La segunda etapa nos lleva a La Frontera; nada más llegar la
señora María Magdalena nos prepara limonada, y yo me bebo cuatro vasos, me sabe
a gloria. El baño esta vez es en el mismo caño donde ella lava la ropa, y nos
preparan una cama de paja con frazadas encima. Las risas de los niños acompañan
mi siesta; María está al cargo de sus siete nietos, especialmente en abril y
mayo, cuando todo el mundo pasa la jornada entera en la chacra, a veces muy
lejos, cosechando el café.
Por la noche, la misa es en la escuela, con ayuda de un foco
y bajo la lluvia que golpea la calamina y hace que te quedes sin voz. Apenas
viene una familia porque en esta zona, como no hay cobertura, es difícil
avisar; solo hay un teléfono en todo el pueblo, el Gilat (por satélite), pero
lo descuelgan los adventistas y no pasan la voz de que viene el padre. Cosas de
acá.
No hay agotamiento ni deshidratación, a pesar de que es la
mayor distancia que he pateado hasta ahora. Vamos parando y descansando, bebiendo
cafesito que me ponen por la mañana
en mi botella, comiendo naranjas, guabas, plátanos, guayabas y todo lo que
encontramos. Rosendo ve una papaya y… ¡qué placer hacer una parada, partirla
con un palo y sudando comerla a bocados, metiendo la cara en la pulpa dulce y
refrescante, poniéndote perdido pero ya qué más da!
Cuando ya estamos casi llegando al final, un huayco nos
corta el paso. Una pavorosa catarata de barro que deshace la ladera del cerro y
arrastra piedras, palos y agua. Hemos de pasar antes de que sea más grande, y
ahí, muerto de miedo, me agarro a un tronco y voy caminando salpicado por el
barro hasta que pasa el peligro.
Rosendo dice que ronco. Yo creo que se ha puesto de acuerdo
con ciertos sujetos de España. Roncar yo… Dice que me duermo al toque, que
tardo segundos en "respirar fuerte", jeje. Digo yo que será por la paliza, o por
la hermosura que te impregna en la oroya, o por el cariño que te da esta
gente. Será eso.
Madre mía, en esos lares, el Ángel de la Guarda se gana el jornal cada día. Mucho cuidado con esas corrientes de agua que son muy fuertes. Cuidate y cuidalo mucho. Jesús
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