Quitarte el reloj.
Leer XL Semanal, que es mi revista favorita.
Andar todo el día en chanclas.
Comprarle a mi sobrino Manuel una bolsa de patatas.
Llegar de la playa cargado con palas y cubos a las dos de la tarde sudando y tomarte una cerveza bien fresquita.
Dormir la siesta con tarifa plana.
Comer choco, boquerones, gambas y salmonetes.
Ducharte en el patio, al aire libre, con agua templadita. Sentir cómo los músculos se relajan y los huesos se recolocan. Y sin que te vean los de enfrente.
Pasear por la playa y conversar con el mar. Él sabe muchas cosas de mí, guarda en su azul mi historia, y promete, cuando miro al horizonte infinito, nuevas aventuras de un futuro salado.
Al regresar, los pies algo hundidos en la arena calada, el sol que ya baja se esfuerza por acariciarme el rostro, y el viento de poniente sobre el pecho me enseña nuevas formas de respirar y de gozar.
Sentarnos por la noche al fresquito, charlar y reírnos mientras mi cuñao prepara unos gintonics.
Son pequeños detalles de aquí de Isla Cristina que, unidos al cariño y a las atenciones de mis padres, me proporcionan descanso físico y emocional. Lo necesitaba mucho.
Fueron demasiadas cosas en pocos días: preferia - crucifijo - entierro durísimo - Patrona - recogida de la casa - mudanza - tomas de posesión. Días y días de trasnochar y madrugar creo que me acabaron cambiando el ciclo del sueño, de modo que he padecido una especie de jet-lag: me asaltaba a todas horas una galbana, un mogango, un vilano, un aplastamiento...
Ya va pasando. Como los astronautas, requería descompresión. Y este es el lugar.
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