Ser cura de pueblos chicos acarrea muchas cosas tan bonitas como raras en estos tiempos bárbaros; una de ellas es la oportunidad de andar por el campo casi sin querer. Sales de casa, te alejas unos metros, y de la quietud de la calle pasas al envolvente silencio de la dehesa. Es algo delicioso.
Después de varios días de cielo gris, los colores del campo te inundan los ojos en una sorpresa de belleza natural sin paliativos; es como ver la tele en alta definición, con una nitidez que te hace notar cómo fluye por tus venas la dicha de estar vivo. Qué lujo asiático.
Bajo por la carretera de Salvatierra hasta el Arroyal. Son las nueve de la mañana. El sol del otoño se echa sobre las encinas, ancianas y dignas; los rayos no golpean, arrullan con suavidad golosa y horizontal, componiendo una luz dulce, que recorre como acariciando las ondulaciones de las fincas. Los tonos verdes, ocres y pardos, qué maravilla; apenas el piar quedo de los pájaros, y, por ahí arriba, en aquel castañar, un tolón-tolón discreto, casi perdido... Un silencio habitado, una exaltación callada, sin alardes. Todo es humildemente hermoso.
El camino pica hacia arriba, hacia el Valle. Los pulmones perfumados del olor a tierra mojada; un par de vacas pastan poco más allá, con sus etiquetas en las orejas; veo luego unos caballos que parecen escuchar conmigo mi propia respiración, y detrás la belleza majestuosa de castaños y alcornoques. Esta mañana he visto incluso cabras y una piara de guarrinos chicos.
Durante el paseo, mi cabeza cavila; hago mis planes para las parroquias; maquino que "hoy tengo que hacer tal cosa, ver a tal persona"; pienso, comprendo y decido; camino y amo aun a distancia; reconsidero, reflexiono, recuerdo; ... y se me ocurren mil temas para escribir. Hasta que hay un momento en que solo miro y escucho. Y simplemente mi sonrisa se sacia de esta hermosura. Y me siento feliz y sereno.
Que suerte! Que envidia!
ResponderEliminarUn abrazo genio.
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