Recordarán que me quedé varado una semana completa de agosto
en Soplín Vargas, en el alto Putumayo. Aquel contratiempo floreció en
descubrimientos, encuentros y experiencias que me enriquecieron y enseñaron.
Por ejemplo, el día en que preparamos “multimezcla”.
Qué palabro, ¿no? Se trata de un complemento alimenticio
para bebés, adultos mayores y enfermos elaborado artesanalmente a base de
harinas, leches de vaca y soja en polvo, cáscaras de huevo y algún ingrediente
más del que no me acuerdo. Es una de las acciones a través de las cuales Misión
Putumayo trabaja el empoderamiento de la mujer, su participación social, su
independencia económica y emocional, y también su incorporación activa a la
vida de la comunidad cristiana.
Coincidió aquellos días la primera ocasión en que se armaba la
multimezcla en Soplín. Y ahí estuvimos los viajeros atorados, colaborando y
aprendiendo. Para tostar las harinas de plátano, trigo y maíz, las mujeres
rapidito apañaron dos candelas de leña - si hubiera tenido que prenderlas
yo, todavía estaríamos allá. Hay que remover constantemente, igual que se hace
con la fariña, para que no se queme. El calor nos asediaba por todas partes
bajo la calamina ardiente.
Una vez listas las harinas, toca extenderlas en una mesa
grande sobre papel y menear para enfriarlas. A eso me dediqué, intentando
que no se llenara todo de polvo. A esa hora ya se había iniciado el proceso del
almuerzo, una parrillada de carne de res al estilo colombiano, completada con
delicioso tacacho y ensalada de palta.
Cuando están los componentes fríos, se revuelve todo bien y
se recoge en un gran timbo de plástico. Dentro de dos domingos, después de la
Eucaristía, se explicará qué es, se entregará y se invitará a las mujeres a
otro taller de capacitación. Para ayudar a una correcta nutrición y cuidado
de los hijos, al manejo de la economía familiar, mejora en autoestima, prevención
de la violencia en el hogar…
Un par de días después, ahora estamos sentados en “la
sala de usos múltiples”: unos toscos pero eficaces bancos de madera que Jimmy
ha construido y colocado bajo la sombra de los árboles de la misión. Es el
momento de la reunión semanal de los jóvenes, y la afluencia ha desbordado
cualquier previsión. Hay chicos y chicas del pueblo y también del internado,
que acoge a estudiantes de secundaria de toda la ribera. Las moscas nos
machacan a piques, mis tobillos arden, pero estar acá es fabuloso.
Conversamos, intercalando algunas canciones, comemos
canchitas y hay gaseosa también. Muchas risas, preguntas, espontaneidad, pero a
la vez mucha docilidad. A estos muchachos no hay que llamarles la atención, ni
menos levantarles la voz, obedecen al toque y escuchan con candor. La presencia
de los visitantes extranjeros les sugiere que el mundo es grande, la
conversación les abre la mente. La mayoría jamás ha salido del Putumayo.
Los días de atasco en Soplín, los adolescentes fueron
nuestra compañía más habitual. Hubo una noche de peli con el proyector en
la iglesia y una tarde de ir a bañarse a la playa; hubo partido de fútbol y
presentación de los bailes que ensayan con un profesor del colegio; hubo juegos,
dinámicas, ensayo de cantos, lecturas para ellos en la misa del domingo y hasta
danza de despedida todos juntos.
Cualquier actividad que hubiéramos propuesto hubiera sido un
éxito. De hecho, están planeando hacer una obra de teatro, una convivencia con
gente de otras comunidades y no sé cuántas cosas más. Los niños y los
jóvenes acá son como tierra reseca, deseosa de novedad, de estar juntos, de relaciones
positivas, del alimento vigorizante que es el cariño expresado.
Mujeres, jóvenes, consejo de pastoral, el portero de la
Muni, don Luciano, los niños que vienen a pedir agua, el amable tendero… hermosa
multimezcla de rostros, necesidades, camino, procesos, sueños, lucha, dureza,
futuro, sonrisas. “El lado sagradamente humano de la vida”, con palabras
de Eduardo Meana, en este confín de la Amazonía. Gracias por esos impactos.