¿Cómo es posible que las religiosas de la Compañía
Misionera me volvieran a encargar darles ocho días de ejercicios espirituales?
“La gente dice que hay conexión” – argumentó Gema cuando me resistí un
poco, aduciendo que “tengo que preparar algo diferente, no les voy a dar lo
mismo que la otra vez; componer una tanda nueva, mucho trabajo…”. Reclamé y,
claro está, acepté.
He elaborado cosas nuevas, pero en el fondo es lo mismo.
Lo estoy comprobando estos días en Villa Marista: mismo escenario, la mayoría
de participantes coinciden con la foto de 2020… Los ejercicios de ocho días,
para quienes los hacen cada año con el método ignaciano, son siempre de
repetición. Y esta vez se podría considerar una “repetición total” para
ellas… y para mí, el facilitador caserito.
Y al mismo tiempo, por supuesto que la experiencia está
siendo muy distinta. Porque “repetir para Ignacio no es volver a hacer lo
mismo. Es hacer “otra cosa”. Nueva. Es ahondar lo vivido; pero no excavando,
sino dejándose anegar (Rom 5,5). Continuar caminando un camino (…) iniciado,
pero en el que he percibido que hay más riqueza de paisaje divino que
contemplar y por el que dejarme “affectar”. Y en el que dejarme llevar más
allá. O más adentro”. No lo digo yo, lo dice el gran maestro Ignacio
Iglesias SJ, que una semana de agosto de 2005 me dio ejercicios a mí solito en
Valladolid (¡vaya suertaza que tuve!).
De modo que acá están estas misioneras de pura sangre y
largo recorrido. Aunque varias de ellas ya rondan la edad de ser abuelas,
caminan con sus zapatillas de deporte, saltan al bote en Huampami, en Barrio
Florido o en Macaya y atesoran mil anécdotas por esos ríos amazónicos desde
hace décadas. Las personas que conocemos, los escenarios, los valores, los
temas, los centros de interés, los estilos… mucho nos une, nos parecemos, y eso
hace que fluya entre nosotros; hasta las bromas son graciosas por acostumbradas
y familiares.
Por la mañana nos reunimos ante el Santísimo. Nada de
custodia: acomodan el Pancito en una gran hoja seca adornada con hojas, flores
y artesanías de la selva. Estar con Jesús pide / llama / lleva a estar
cerca de los pobres; exponerme a Jesús sacramentado solo es posible y
auténtico compartiendo la vida con la gente. La misión es esencialmente
contemplativa, no intervencionista: escucha, cuidado, ternura, respeto, amor…
más que “´catequizar”.
A la hora de los acompañamientos, ya me sé los nombres y
las historias, y es una sensación desconocida y reconfortante. Veo procesos
en estos años, traslados, enfermedades curadas, permutas de servicios… y
también debilidad, inquietudes, cambios que se vislumbran pero que cuesta
acometer. La erosión del tiempo y los desafíos de la misión; largo recorrido
acumulado y nuevas rutas por explorar.
Lo femenino está muy presente estos días. Las mujeres son
protagonistas de varios de los textos que consideramos. Hay un ejercicio que se
titula “Dios Madre”, y otro “la Ruah”; es interesante descubrir que las
funciones de la Espíritu corresponden a actitudes y estilos
habitualmente propios de la maternidad y la feminidad: inspirar, ayudar, sostener,
amparar, cuidar, hacer nacer… Pero cuando se hace el intento cambiar el género
de Dios en las oraciones litúrgicas, te encuentras con una especie de muro
semántico: ¡todo es masculino! Tenemos que remar mucho en la inclusión
espiritual y efectiva de la mujer en la Iglesia.
La Eucaristía de la tarde es el momento de las resonancias.
No hay homilía, sino que se trata de compartir lo que se ha vivido en la
jornada; es la oportunidad de romper el silencio y ofrecer el regalo de lo
que cada cual ha profundizado, el fruto del encuentro con Dios Madre.
Intervenciones íntimas, descubrimientos, pero también planteos, luces, o
simplemente el agradecimiento espontáneo o la intercesión sincera.
Y así he pasado estos días, tratando de dejarme enseñar,
–yo también, tan discípulo como cualquiera–, por Dios Madre. Como buena pedagoga,
utiliza la insistencia para señalarme la centralidad de la misión
adorante, del oficio sencillo pero sustancial de consolar, de acompañar, de
servir, de curvarme ante los pies más gastados, humildes y rotos. Y de
entregar así la vida entera, a lo ancho y a lo largo, como hacen estas
misioneras con pedigrí. Que tienen 80 años y solo piensan en seguir en la
brecha. Lindas y pistoleras.
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