- “Di unas palabras” – me pidieron al final de la
celebración en Yarinal (orilla colombiana del Putumayo) el día de su fiesta
patronal.
- “Solo puedo decir gracias. Me siento feliz. Noto que tengo mi corazón dulce” – fue lo que me salió. Y era sincero.
- “Solo puedo decir gracias. Me siento feliz. Noto que tengo mi corazón dulce” – fue lo que me salió. Y era sincero.
Ya había estado el año pasado en Yarinal, y vuelvo a
descubrir lo importante que es regresar a los lugares, y no solamente ir.
De pronto todo me es familiar: sé que toca meter los pies en el agua porque el
río está crecido, en la casa de Luciana hay cambios que inmediatamente
advertimos (cocina nueva, baño bajando gradas, ducha directa del tanque de la
lluvia), recuerdo estas tazas y el sabor de este café.
Es milagroso conocer los nombres de varias personas:
Agustín, Marta, Juan José, Arturo. Todo fluye con facilidad, me parece que
ellos están felices de verme volver, señal de que antes estuve contento porque
fui bien acogido, y todo ello son síntomas de que nos estimamos. Cuando hay
confianza da gusto.
También sé que, cuando voy con Fernando a los murui muina,
parte medular de la experiencia es el mambeo. Lo conté acá (“Coca,tabaco y yuca dulce” – 2 de julio de 2022), y en este recorrido han sido
varias noches en el espacio hasta tarde, concretamente en Yarinal
hasta más de las 3 de la mañana. Ellos comen coca, chupan ambil, se escuchan,
comparten la buena palabra, conectados entre sí y con Mó, con el
mundo espiritual, a través del poder de las plantas sagradas.
Allá me invitan, aunque yo solo tome agua. Incluso me han
dicho que yo mambeo interiormente, con mi komek+, sin que pruebe la coca
o el tabaco… qué delicadeza. Y de hecho me piden que hable, como hará Iver
en Leguízamo al otro día, después de recibirme con un abrazo, alegre de que nos
encontremos un año después. La escucha al diferente es una forma exquisita de
deferencia y aceptación, pues en cada persona kai Mó se
manifiesta para cariñar y enseñar. Aprendamos pues los del bando de la
inculturación.
A las 3:30, de camino a la cama, hemos hallado a las mujeres
pelando yuca para el almuerzo de la fiesta. “Buenos días” – me han dicho;
“buenas noches” – he contestado en medio de risas. A esas horas, en la
maloka, al costado del mambeadero, la candela ya ardía a full desde hace
rato, asando unas tremendas montañas de carne de vaca hecha pedazos. Más tarde,
cuando nos levantemos y tomemos desayuno, iremos a la capilla y antes de la
misa tendré cola para confesar; qué privilegio: conversaciones personales
confiadas y plenas, prolongación en otra clave de lo de la madrugada. Y mi
corazón deleitándose.
Dos días después llegamos a Puerto Lupita, pequeño enclave
kichwa frente a Leguízamo, en la margen peruana, y epicentro del narcotráfico
de la zona. Allí Misión Putumayo camina desde hace años con la comunidad en
un proceso de recuperación de la identidad cultural, promoción de la mujer,
etc. Tania es la facilitadora, y ella me presenta… por tercera vez. Son tres
años consecutivos visitando a esta gente, y la sensación de familiaridad es
especialmente refrescante.
Arranca la Eucaristía con una presentación de los niños de
la Infancia Misionera. Ahí ya comienzan las bromas, que seguirán durante la
homilía, con picos de encrespadas carcajadas cuando comentan las cosas que digo
(¿quién dice que la misa es aburrida?). Luego, cuando nos acerquen en canoa
a Puerto Leguízamo ya de noche, nos reiremos recordando esa misma travesía el
año pasado, cuando estábamos seguros de que nos hundíamos al paso de una
“piraña” de la armada.
Escribo en el ferry, camino de Islandia, después de
solo dos días en Iquitos abarrotados de tareas, tras retornar de Soplín. Es curioso
que no estoy cansado, solo siento ligereza y gratitud. Ser reconocido, agasajado
y apreciado regenera, otorga sentido e insufla calma y energías. Y
posibilita aprender más que cualquier otra vivencia. Iver me estrecha de nuevo
al despedirme: “César”. Los de Yarinal me ofrecen repelo antes de partir:
“No me vendría mal” – les digo tocándome mi cabeza pelacha (más
carcajadas), pero resulta que “repelo” es comida sobrante para que me lleve. Esta
niña linda se llama Valeria y trae un pate con frutas en el ofertorio; miro las
caras de los dos en la foto y veo con nitidez mi corazón dulce.
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