Hay momentos en que, de pronto, todo coincide, los
contornos del sentido germinan, sientes una alegría difícil de describir y
sabes, sin dubitar ni poder dubitar, que es exactamente hoy, a esta hora
y en este lugar donde deseas estar. Ocurre de vez en cuando, pero pocas
veces con tanta nitidez como el otro día en una comunidad llamada Breo, cerca
de Pebas, en el bajo Amazonas.
Este es uno de los lugares donde están haciendo su
experiencia los seminaristas de los Misioneros de Guadalupe, que tienen a su
cargo el puesto de Pebas. Los jóvenes reciben, durante un año, una formación
en contexto, con un bloque de espiritualidad y otro de inserción y trabajo en
una comunidad del río; al final de su estancia en el Vicariato emiten sus
primeros compromisos en el instituto y se marchan a continuar sus estudios.
De modo que, dentro del programa de mi visita, tocaba ir
a Breo a calibrar de alguna manera el impacto que tiene la tarea de estos
jóvenes (ya bastante mayores algunos de ellos, superando los 30 años). Me
interesaba escuchar cómo la comunidad lo está viviendo y qué están aportando,
en este caso Anderson y José. Veníamos de Cochiquinas, gran centro poblado, y
llegamos una hora tarde, pero eso no emborronó un ápice el cariño con que nos
recibieron.
Breo es una pequeña aldea de unas veinte familias, todas indígenas
yagua. Tristemente ya no hablan su lengua originaria, excepto el apu,
que nos dio la bienvenida ataviado con vestimentas tradicionales. En su
discurso y en todos, lo que más resonó fue “gracias”. Uno tras otro, los
moradores expresaron su inmenso agradecimiento por haber enviado a los hermanos
allí, por su labor con los niños, los jóvenes, por sus consejos en las
asambleas comunales… No recuerdo que me hayan llamado por mi nombre tantas
veces y con tanta naturalidad personas que recién me conocían.
Tenía en mis manos el primer pate de masato cuando
las intervenciones explicaban que los seminaristas han logrado organizar la
comunidad, en la que Tercero, el animador, siempre reclamaba que estaba
solo, nadie le ayudaba ni a leer, ni con los cantos… Ahora hay todo un equipo
pastoral con catequistas, encargados de liturgia… todos ellos identificados
con sus polos, entusiasmados y asumiendo responsabilidades, y las primeras las
mujeres.
Además, José y Anderson se han ido a los “mañaneos”, es
decir, los trabajos comunales típicos de nuestras culturas, las mingas.
Han empuñado el machete como uno más y han aprendido a limpiar, a desmontar, a
trenzar hojas… Han reído, han caminado, han bromeado y se han cansado
sudando junto a sus compañeros, tomando masato para agarrar fuerzas y
“haciéndose uno” con este pueblo humilde y precioso. Las familias se han
turnado para acogerlos en sus casas y brindarles sus alimentos. Entre ellos y
la gente fluye la confianza, hay complicidad y cercanía. Incluso son hasta
próximos compadres de algunos.
“Por favor, vicario, queremos que no se vayan, que se queden
con nosotros”. Les expliqué que eso no está en mi mano, pero me encantó
apreciar esa manifestación tan palpable del puro afecto hacia sus misioneros,
porque sabía que un pellizco de eso iba para mí mismo. Y me sentí maravillado y
orgulloso, por momentos abrumado y simplemente feliz.
Habían preparado un programa,
los niños con sus coronas tradicionales, las niñas bailando una saya. Ya
circulaba la segunda ronda de masato, y eso hace que las sonrisas se ensanchen.
Nos levantamos de la maloka y nos dirigimos hacia la nueva capilla en
construcción, quieren inaugurarla justamente el día en que los seminaristas
se despiden, como para cerrar el círculo y mitigar las lágrimas venideras.
Por el camino,
mientras los ysangos nos trepaban, besos y apapachos de niños por todas
partes y sin disimulo (pensaba que estamos mandando a la wimba el
protocolo, o es tal vez que esta devoción limpia y pura no se puede contener). Antes
de despedirnos, un tremendo zúngaro de más de 15 kilos, regalo concreto y suculento,
muy amazónico. Y, al terminar su danza, las chicas, con sus voces tímidas, suavemente
sincronizadas de candor: “bienvenido, padre César”.
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