Diría que remonta
dentro de mí, como un tenue amanecer lento y lejano, la fascinación por este
pueblo y su silencio. Muy
despacio, puesto que solo voy allá una vez al año, pero poderosamente y con la
misma irreversibilidad que sentí cuando pisé la selva.
Todo el rato miro los
pies de la gente, duros, encallecidos de caminar siempre sin zapatos; pies
que son como mapas donde está dibujada la sencillez y a la vez emblemas de la
identidad del pueblo runa. Hay una continuidad entre la persona y la tierra,
su mirada abarca el mismo sosiego que la caída de la tarde sobre el plateado río.
Llegan wawakuna
(en kichwa “niños”) sin cesar, sus risas siempre bajo la contención de la
timidez propia de esta cultura. Dar la mano es apenas tocar los dedos estirados
juntos, sin apretar, no hay besos, sí educados saludos: alishishi (“buenas
tardes”). Primero hay que armar juntos este puzle, no son precisas palabras,
solo te paso esta pieza, pero vemos que no, mejor esta otra; cuando terminamos,
aparecen los blancos dientes, habitantes de la sonrisa.
Un par de días más
tarde wawakuna comenzarán a agarrar mis manos cuando vamos por la
vereda, tocarán el vello de mis brazos, hasta jugarán sentándose en mis pies
para que los transporte al andar. Todo tiene su proceso, la paciencia es uno
de los cimientos del día a día.
Esta casa misionera,
Domi wasi, acarrea la lucha permanente por mantenerla en pie, seca y relativamente
libre de bichos, porque es como la de cualquier familia: de madera, con el techo de hojas de irapay
y el piso de pona. Al abrir el armario de las herramientas apareció un nido de “abejas
asesinas” en expresión de los kuillur runa (animadores), que habían
llegado aquella noche para una reunión. Uno de ellos lo quemó con gran
habilidad, las abejas zumbaban nuestras cabezas y yo me metí en mi mosquitero
en cuanto pude.
No solo la casa o la
iglesia, la misión al completo es interpretada y vivida al modo de los
naporunas; como quiso el p. Juan Marcos Mercier, que se hizo uno de ellos. No
existe “catequesis” en su acepción clásica, pero durante dos temporadas fuertes
(adviento y cuaresma), hay actividades formativas con los niños y los jóvenes todos
los días. Navidad y Pascua son celebraciones nucleares en su cultura; los “fiesteros”
son equipos rotativos encargados de organizarlas, con todos sus ritos y los infaltables
ingredientes: masato, cohetones, y por supuesto muchas velas.
“Está mezquinando guayo”
–acusa una niña subida a un papayero. Esta cultura se funda en la
reciprocidad, en el compartir, en la minga. Solo juntos se sobrevive,
solo apoyándonos unos a otros se somete la lenta ferocidad de la naturaleza.
Y así damos gasolina y pedimos pescado, regalamos velas y recibimos huevos. Hasta
los niños, que se llevan la pelota para jugar, traen mangos. Todo se agradece
porque la comida es escasa.
Ensayo las palabras de
la consagración y la plegaria eucarística en kichwa. Es medio dificilito y sé
que titubearé, pero no estoy nada nervioso. Más bien todo fluye con
espontaneidad, me siento muy cómodo; nada me cuesta en Angoteros. Es el
lugar del Vicariato donde la inculturación verdaderamente se sustanció, es
acá que asoma una Iglesia con shungo indígena. Para mí, la
posibilidad de realizar el sueño misionero original: vivir como ellos,
hablar como ellos, comer como ellos, ser como ellos.
Está al alcance de mi
corazón. ¿Tal vez mi siguiente destino, cuando termine este servicio? Veremos...
Pienso seguir dejándome enamorar, eso seguro. Por el momento, ya he
enviado un kit con lo más básico: pelotas de fútbol y vóley, una caja de
velas y sartenes de teflón para calentar el pan y hacer huevos fritos sin que
se peguen.
Cesar, nos contagia tu entusiasmo.
ResponderEliminarDios los bendiga a todos y a ti.
Un abrazo grande.