Estaba muy desentrenado, porque la última vez que me
visitaron de mi diócesis era 2016 y yo todavía estaba en Rodríguez de
Mendoza, es decir hace seis años. Pero nunca es tarde si la dicha es buena, y
al fin llegaron a conocer la selva. Creo que lo han disfrutado.
En la imagen Fede, el delegado diocesano de misiones; Coro, alma
mater de la delegación y mujer entusiasmada con el Perú; y con gorro Manolo
Vélez, mi compañero misionero en Llacanora, un pueblito cercano a Cajamarca. Estamos
en el ponguero rumbo a Gallito, comunidad donde vamos a celebrar la Eucaristía
del domingo, justo la mañana del día en que regresan a Lima.
Nos espera en la bodega “Papá Piraña” la señora Nancy, mamá
de Merli, ursulina misionera del Vicariato natural de acá. Nos quiere invitar a
desayunar y tiene preparado juanes, que nosotros llevamos para más
tarde. Gallito es medio grande, así que subimos a un strong que nos transporta
rápido para avanzar. Me sorprende agradablemente que la capilla es de
concreto, de bonitas proporciones, con sagrario operativo.
Con el aforo casi al completo empezamos; en este puesto de
misión no hay sacerdote, pero hoy acá tienen tres curas para ellos solos.
Recibimos la acogida y el cariño de nuestra gente preciosa. Inmediatamente los
animadores cuentan que el tejado ya necesita una refacción, “quizás tus
amigos extranjeros nos podrían apoyar”, y les sugiero que les escriban un
oficio. Dos días después ya está el documento en su destino. Esta comunidad
está viva, no hay duda.
Pero hubo más aventuras para mis paisanos los días
anteriores. Descubrieron algunos animales de la selva en Fundo Pedrito, acasito:
la anaconda, la tortuga prehistórica, el pelejo, los lagartos y unos enormes
paiches con bocazas que tragaban cuantos pedazos de pan les echábamos. Probaron
la gastronomía regional en “El Bufeo Colorado”, y se maravillaron de que el
restaurante se mece, porque es una balsa flotante.
Sudaron de lo lindo, un tanto chocados por el calor húmedo
amazónico. Montaron en canoa por un brazo del río-mar, y también en
deslizador para ir hasta Indiana. Allí conocieron la historia de Monseñor
Dámaso Laberge, fundador del Vicariato, rezaron en la catedral, admiraron la
gran maloka escenario de las reuniones vicariales, pasearon por el pueblo y degustaron
un rico refresco de calambola.
Por supuesto, hubo tiempo para conversar y compartir. Les
hice muchas preguntas acerca de la diócesis porque, a pesar de que voy
todos los años y leo el semanario Iglesia en camino, pasa el tiempo y me
voy desconectando de las cosas de allí. “¿Y dónde está fulanito? ¿Y cómo
está beltranito? ¿Y qué pasó con… etc.?”. Escuché, pero también les conté
acerca de la misión, el día a día acá, las dificultades por las que atraviesa
el Vicariato, cómo estoy viviendo este servicio, las satisfacciones y los
sinsabores…
Los misioneros necesitamos que nos visiten. Al recibir el
feed back de quienes vienen, sus impresiones y comentarios, podemos
objetivarnos, mirarnos desde fuera con ojos culturalmente similares a los
nuestros, y así apreciar en su medida cómo vivimos y lo que hacemos. No
para envanecernos, sino para ponderar con distancia miserias y aciertos, advertir
zonas de penumbra y agradecer las humildes proezas cotidianas.
Lo necesitamos para recordar que somos enviados por la iglesia
donde nos criamos, y que seguimos siendo parte de ella. Para sentir que, aunque
estemos lejos, somos queridos y significamos algo relevante. Tenemos muchas
personas y comunidades detrás, que hacen posible que permanezcamos acá, que gocemos
nuestra peripecia misionera y que seamos felices entregándonos lo mejor que
podemos.
Gracias Coro, Manolo y Fede por haber pisado esta
Amazonía bendita. Gracias por haber traído el abrazo de mi tierra y sus
gentes, a quienes debo lo que hoy soy. Gracias por las bromas en extremeño, el pisco
sour en la terraza junto al malecón, el cariño y la generosidad. ¡Vuelvan
pronto!
Espero que disfruten todos de ese preciso país, del que Coro nos habla con tanto entusiasmo!!
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