El protagonista de esta hermosa foto es el árbol, un inmenso
zapote que hay junto al salón comunal
de Pucashpa, pequeña comunidad a una
hora de Indiana, río abajo. Allí pasé la mañana del domingo del DOMUND, y he de
decir que me sentí misionero por los
cuatro costados, disfruté en mi piel como pocas veces.
Era el tercer intento
allá en Pucallpa (“Pucashpa” es una chapa,
un apodo), los dos anteriores infructuosos: por dificultades en la
comunicación, mingas inoportunas y demás contratiempos no llegaba nadies y nunca
hubo celebración. Así que iba con la escopeta un tanto cargada, “como de nuevo
no aparezcan, no regreso”, amenaza por otra parte tan poco misionera como
falsa, la estoy profiriendo y sé que no la cumpliré.
Pero esta vez incluso nos estaban esperando en el puerto, de
modo que al ratito estaba ya el grupo de
cristianos dispuesto para la Eucaristía. Como el calor apretaba y nos
íbamos a sancochar en el salón,
ardiente bajo su tejado de calamina, y viendo la rica sombra que propiciaba el
zapote vecino, decidimos sacar la mesa y
las bancas para celebrar frescos.
No teníamos cancioneros, ni velas, pero no hay templo más auténtico que la Amazonía, la comunidad envuelta por
todos los espíritus del bosque y del agua, la Vida divina fluyendo, animando y
haciéndonos uno con las plantas, los animales, todo lo que palpita en nuestra
inmensa selva. De hecho sí que cantamos (las canciones más fáciles del
mundo más o menos las sabían) y nuestras voces se entrelazaron con el susurro
del viento mañanero.
A pesar de que nuestro rito descansa esencialmente sobre los
alimentos más simples y significativos de la cultura de Jesús, parece que el pan y el vino no resultan
elementos tan legibles para estas gentes ribereñas, cultura del pescado, el
plátano, la yuca y antaño las charapas
y el mitayo (tortugas y caza de
monte). Conozco algo de la historia de los últimos cuarenta años de misión en
Indiana, y cómo por ejemplo el bravo Gastón Harvey se sacaba el ancho recorriendo todos estos caseríos de la orilla baja
cada fin de semana, una y otra vez, celebrando la Eucaristía… y ni por esas los
lugareños están familiarizados con el
pancito.
Ni siquiera los más mayores, las mujeres clásicas y fieles,
que en Pucashpa también las hay. Me impacta que no van a comulgar porque, simple y llanamente, no han hecho la primera
comunión; y no la hicieron porque “no nos hemos preparado”, en sus propias
palabras. Y es que mientras que el Bautismo podríamos considerarlo por estos
parajes como las asignaturas obligatorias y troncales, la Comunión es como una
maestría, y la Confirmación no digamos, un grueso doctorado.
De manera que estamos juntos, encontrándonos con Diosito así
de frente, sin intermediarios, espontáneamente, afortunados en la imponente
catedral natural donde todo nos habla de Él… pero nos topamos con los artilugios pastorales, a veces
complejos, que a la hora de la verdad no tanto facilitan, sino que atajan o
enfangan el acceso del pueblo menudo
a la experiencia de Jesús en forma de alimento.
Aun así fue un
momento profundamente espiritual. Incluso cerramos los ojos al final
(recibimos la comunión los dos jóvenes de Indiana que me acompañaban y yo) y
casi pudimos notar el suave rumor del Amazonas cercano, el Señor de la Vida
fecundando el silencio. ¡Qué privilegio!
En la surcada de regreso me sobrevenían preguntas: ¿Tal vez
es que a nuestros sacramentos les
cuesta conectar con su espiritualidad? ¿No
sería aún más pleno si los autóctonos “dieran a luz” los ritos y expresiones de
nuestra fe pero en sus categorías culturales? ¿Lo “religioso” es siempre imprescindible
para “lo espiritual”? ¿Qué aprendo yo, en este lugar y con estos hermanos, de
lo que significa ser una persona espiritual?
Ese día aprendí
bastante, sin lugar a dudas. Y gocé mucho más.
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