A mediados de septiembre el Vicariato permitió la reapertura de las iglesias para la Eucaristía, por supuesto con todas las cautelas, restricciones de aforo, distancias y protocolos de seguridad establecidos. En Indiana las autoridades habíamos acordado que solo habría cultos de las diferentes religiones una vez por semana, de modo que seis meses después llegó el momento de la misa dominical. Qué alivio y qué nervios.
¿Cómo es posible, con las horas de vuelo que uno ya va acumulando, que sintiera ese gusanillo más propio de debutantes? Creo que lo que asomaba era el deseo, o más bien la necesidad apremiante de reencontrarme como pastor, de verme en medio de mi gente, de conocer a quienes he prometido cuidar y servir, aunque no hubiera ceremonias de “toma de posesión” ni vainas por el estilo.
Y llegaron, vaya que sí. Quizás empujados por un afán gemelo al mío, cuánto tiempo sin poder gustar la compañía en la fe de los otros, sin poder expresar como una comunidad el cariño al Señor. En la entrada se tomaba la temperatura y se ofrecía alcohol para las manos; luego, un acomodador iba ubicando a las personas. Curiosamente, como las familias suelen siempre sentarse juntas, el resultado visual de la asamblea no fue muy diferente a épocas sin virus… salvo por los tapabocas, claro.
Inevitablemente salió pedir ayuda a Dios, agarrarnos juntos a Él en medio de esta triste pandemia. También recordar a los que se marcharon tan rápido que no cupieron las adecuadas despedidas. Pero definitivamente campeaba la emoción de recobrar algo nuestro, una rutina que nos ayuda con simplicidad a ir viviendo el seguimiento de Jesús, un signo de identidad de los católicos, un momento de encuentro con vecinos, parientes y amigos.
Como en un flash-back, regresé a mis queridos pueblos de Extremadura, a esa experiencia de juntarnos la comunidad parroquial cada domingo, casi siempre las mismas personas. En el frío invierno de Santa Ana con las estufas o en el verano de Valencia cuando el campo amarillea para la siega, ahí, una y otra vez, cuajando una hermosa familiaridad. Poder llamar a cada persona por su nombre, ser parte de sus vidas, gozar de confianza, sentir el corazón amigablemente abrigado.
También en Indiana a todos fui saludando cuando ya estaban sentados esperando el inicio de la celebración. Bromeando, preguntando cómo te llamas, tratando de arrancar una sonrisa bajo la mascarilla. Y caramba, qué feo es presidir la misa con esa cosa. La capacidad gestual de tu rostro queda mermada, a trompicones te haces escuchar y entender, y peor con mi español de España que la gente a duras penas comprende…
Queda establecer y potenciar el contacto visual durante la homilía, utilizar el cuerpo, los brazos, las inflexiones de la voz. Los asentimientos de cabeza me valían como feed-back, parece que les llegaba la versión amazónica del cuento de los trabajadores en la viña-chacra de yucas. En la comunión, sin que pueda haber canto y todos en la mano (ventajas de la pandemia), algunos recibían y recién se daban cuenta de que con la emoción no se habían levantado el tapabocas, y ahora ¿qué?
Llevamos tres domingos, mañana el cuarto. Disfrutando de la sensación de ser cura de pueblo, en mi piel, coincidiendo conmigo mismo. Y dejando que tome posesión de mí esta gente sencilla y selvática, aprendiendo a quererlos y procurando hacerme querer.
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