Sorprende siempre cuando fallece una persona con la que habitualmente no mantienes contacto. Alguien que conoces y aprecias, pero de quien llevas bastante tiempo sin noticia porque simplemente tus caminos y los suyos se separaron por el devenir de la vida. Y a veces, en el momento de lamentar su pérdida, recién te das cuenta de cuánto él o ella influyó sobre ti.
Es extraño. Recuerdo cuando el año pasado murió don Anastasio Gil, el director nacional de Obras
Misionales Pontificias, cuánto me apené. Habíamos cruzado nomás algunos correos
electrónicos, y tan solo una vez nos vimos cara a cara hace dos años en Madrid,
en una de mis visitas a la Conferencia Episcopal para pedir plata. Bastó aquella única conversación para que
yo recibiera una oleada certera de su bondad, su delicadeza y su prudencia.
Otras veces es alguien que está ahí, a quien ves casi
continuamente, pero no identificas ningún momento puntual especialmente
relevante. Me pasó con Caty Prior,
nuestra vecina de siempre del piso de arriba en Mérida. La de veces, niño y
adolescente, que me habré cruzado con ella en el ascensor, cuántos saludos,
algún salto fugaz para pedir sal… pero solamente cuando me tocó celebrar sus
exequias, al hacer esfuerzos por contener las lágrimas, reparé en que ella me transmitió algo valioso, contribuyó
a mi educación sin palabras, con su manera de tratarme, con su discreción y
esa sonrisa. Una relación superficial que me llegó más adentro de lo que nunca
sospeché.
Perdimos también a Enrique
Calvo, capellán del hospital de Mérida, y esa sensación regresó: ninguna
charla profunda, pero siempre ese “¿Cómo
estás? ¿Y tu padre?”, ese afecto
franco, y la destreza para enterarte que tú le importas; a Enrique le salía
natural. Sin alardes, siempre con mesura pero con autenticidad, cura fiel
de la gente, uno de esos modelos en zapatillas. De nuevo me sentí desolado.
Y ahora, hace algunos días, partió Manolo de la Concha, tal vez el ejemplo más claro de esto que estoy
contando. Manolo es salesiano cooperador de raza en el colegio de Badajoz, y
allí llega un pipiolo recién ordenado, un curita novato con la cabeza en las
misiones y los pies no muy bien asentados en la realidad. Manolo, hombre experto, intuitivo, padre de familia de sesenta años en
aquel momento, me caló desde el minuto uno, me interpretó a la perfección y me dio lo que necesitaba aunque ni yo mismo
lo sabía.
No hubo nunca “acompañamiento” en sentido estricto, jamás
nos sentamos a solas a hablar de mi vida. Tampoco recuerdo ninguna cosa
concreta que Manolo dijera en alguna de las múltiples reuniones, encuentros o
retiros que compartimos en el centro de cooperadores o en la parroquia. ¿Qué
fue, pues? Sus detalles, la preocupación por mí que lanzaba entre líneas, el
sentido común que derrochaba, los cafeses
y las cervezas, su invencible buen humor. Manolo
me cuidó como un padre a un hijo algo desorientado, abrumado por el trabajo,
vacilante en los primeros pasos de una forma vida a la que no me adaptaba y que
después descubrí que no era para mí. Con cercanía, con comprensión y, por
encima de todo, un entrañable cariño.
A pesar de que lo pasé muy bien en Badajoz, aquel año
resultó muy quemante. Aprendí mucho y
tuve el privilegio de conocer a este fuera de serie, de estar expuesto a la
bondad campechana que él desprendía, como cuando al atardecer te acercas al
Amazonas y sientes cómo el frescor del agua te envuelve y te renueva. No me había percatado de la dimensión de
Manolo en mi vida, y me alegro de ponderar con efecto retroactivo lo decisiva
que fue su influencia, y cómo ha permanecido algo de él siempre en mis
vueltas del río.
Muchísimas gracias por tu artículo y sobre todo, por hablar asi de mi padre. Un anrazo fraterno
ResponderEliminar