Hoy
que cumplo medio siglo, el estupor y la tembladera no me dejan otra opción que
incitarme a pensar que estoy en la mejor edad, porque es la única que tengo. He llegado a esta fecha en medio de los destrozos y las heridas
abiertas de la pandemia, y no es poco congratularme por estar vivo, como dice
Mafalda.
Toca ¿festejar? en Iquitos, en la sede
logística del Vicariato, barrio de Punchana. Una tierra de nadie, o de nadies, como decimos por acá. Un tiempo
liminal, una residencia siempre provisional y de paso para los misioneros, y más aún en este paréntesis precario,
incierto y fastidioso que es la cuarentena. Acá me ha agarrado la rueca inexorable del tiempo, hasta señalar sin
rebozo el fatídico 50.
Considero en cuántos lugares he pasado este
aniversario otras veces. La mayoría los sentí como mi casa, pero en realidad
todos eran transitorios, como hoy acontece. Porque estas cinco décadas han sido un constante peregrinar de un lado
a otro, así es mi vida, eso es lo que Diosito me ha dado. Siempre con la
referencia de mi raíz, mi familia, mi terruño, que me proporciona solidez y
carácter, porque noto que mi identidad se ha ido tornando cada día más
itinerante.
No sé si habrá tiempo para mucha fiesta, estos
días se nos escurren entre recibir apoyos, pedidos de material sanitario,
recepción de envíos, preparación de cajas de medicinas, epp, cuentas, informes… No se hallan momentos de calma y descanso. Da también un poco de reparo, tal vez la
juerga sea improcedente o inadecuada rodeados por una tragedia de esta magnitud:
los hospitales sobrepasados, muchas personas muriendo sin atención médica, la
gente saliendo a la calle obligada por la necesidad, cantidad de empleos perdidos;
hambre, incertidumbre, desazón. ¿Cómo ponerse a cantar las mañanitas en medio
de semejante panorama?
En este recorrido, que rebasó hace rato su
ecuador, siempre he encontrado personas que
me han querido. Al escribir me asombro de ello, ¿cómo es posible? Diosito
no me ha soltado así nomás, al albur, me ha ido proveyendo de esa preciosidad:
la experiencia de amar y ser amado, aceptado, apreciado. Auténtico equipo de
protección personal (epp) contra la maldad, el dolor y la decepción de mí mismo.
Sobre todo cuando mis zonas de inmadurez afloran y causan estragos unos más
pesados que otros.
Llegar a 18.262 días implica veteranía y
florecimiento, pero no necesariamente sensatez constante. Conocimiento que no
siempre cristaliza en acierto; prudencia atribuible en ocasiones solo al DNI.
Así soy; así somos. Siempre el niño, el
adolescente, el joven, el treintañero que lo sabe todo, el cuarentón que se
cree pasado de rosca y ahora el cincuentañero.
Todos en uno. Y seguramente hasta que llegue la hora de “entregar el equipo”.
Sí
pues: hay que celebrar, aunque sea con rubor. No nos
vendrán mal un viaje de risas, un par de cajas de chelas y una torta (si es de
chocolate mejor). Probablemente no me sabrán tan rico como otras ocasiones,
pero hay que intentarlo. Para recordar a los míos, mi familia, mis amigos, todos
aquellos cuyo cariño me ha permitido alcanzar este día. Gracias por sus
felicitaciones: “Tus cartas son un vino /
que me trastorna y son / el único alimento / para mi corazón” (Miguel
Hernández).
Vino, también para brindar por los que ya
nos dejaron, y que merecerían igual o más que yo apagar 50 velas. No puedo
evitar acordarme de ellos: Juan Jesús, Maribel,
Miguel, Santi… Disculpen si les hice llorar, como yo ahora.
No queda otra que tirar palante, con la que está cayendo y con las que vendrán. Muchas
cosas están ahorita en suspenso, pero el flujo no se interrumpe. La vida es muy
hermosa. Gracias a todos por compartirla. Gracias Señor por estar vivo y por tanto
bien. Estoy listo para la próxima vuelta
del río, sea cual sea.