No me importaba de qué función se tratara,
si una obra clásica, un ballet o un certamen de monólogos… deseaba mucho ir una noche al teatro romano y gracias a la
generosidad de Loren y su hermana Pili, lo disfruté. Y vaya si valió la pena,
aunque solo fuera para deleitarme con la visión de este maravilloso monumento
que fue primero patrimonio de mi infancia que de la Humanidad.
Pues sí, porque este “marco incomparable” (qué
jartos estamos en Mérida de esa
expresión) fue declarado, con el conjunto de la ciudad, Patrimonio de la Humanidad
en 1993. A esas alturas aquellas piedras habían contemplado muchas horas de
juegos y carreras infantiles mías cuando ni siquiera el recinto tenía puerta, paseos,
visitas con amigos y varios ratos de reflexión en mi adolescencia. Sentado allí arriba, en la cavea summa, se tramaron algunas
decisiones y se desenredó algún desamor juvenil, o al revés.
No volvía desde que Serrat vino a presentar
“Hijo de la luz y de la sombra”, hace nueve años, y extrañaba el ritual que acompaña las noches en el teatro: la manera
de sentarse igual que los romanos, sin respaldo (aunque ahora las gradas
originales, que he usado tantas veces, están cubiertas por unas de cartón
piedra), el calor a las diez y media de la noche que empuja a aletear cientos
de abanicos, los avisos por megafonía (”Señoras,
señores: faltan diez minutos para comenzar la representación”), la visión
de caras conocidas pero envejecidas, el descanso para ir a comprar una botella
de agua…
Ante
esa escena de espectaculares columnas ha cantado Luis Eduardo Aute “Al alba” sin
micrófonos, solo con una guitarra española y un cubata al lado; ha hecho resonar José Sancho su imponente voz en la exquisita
acústica del recinto; nos hemos desternillado con una comedia de Plauto y
emocionado con el mito de Edipo Rey; han danzado caballos, eminentes orquestas han
acompañado las más finas arias de ópera y fastuosos efectos especiales han
dejado boquiabierto al respetable.
Esta vez la única posibilidad era ver un
espectáculo de baile flamenco a cargo de la compañía de Rafael Amargo. No existía
hilo conductor (“Dionisio” era el título y ahí quedaba el tema) y uno no se
enteraba de casi nada, pero varias actuaciones pusieron los pelos de punta y
arrancaron aplausos. Las críticas de hecho fueron feroces, pero a mí plim: quería ir al teatro romano y punto. Al mes siguiente, por
azares del destino, se presentó la oportunidad de asistir a “Tito Andrónico”,
una tragedia de Shakespeare donde no queda vivo ni el apuntador, y eso sí que fue
una gozada: teatro en estado puro, sin
actores conocidos ni mucho presupuesto, con ingenio y con el texto como protagonista.
Y siempre allí.
Toda
una vida con el teatro romano como testigo y escenario del paso del tiempo, el
de los antiguos y el nuestro. Con el coro siempre
recitando el silencio. Felizmente no se pueden hacer fotos, porque mi rostro saldría
también más gastado y mi barba más cana, como la de José Sacristán. No me
preocupa porque es la naturaleza de las cosas, que las piedras resistan a los
afanes de lo efímero y que lo imperecedero cristalice en encanto impregnado de emociones
y alientos.
Al fin me doy cuenta de por qué voy al teatro
romano: voy para sentirme parte de una
historia, y sobre todo para saciarme de belleza, imprescindible como el
aire o como el pan. Y para percibir la continuidad, la prolongación y la
persistencia. “Señoras, señores: la
representación va a comenzar”.
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