Durante la noche hay que tocar el timbre del Carmen, en el centro de Mérida. Pero siempre te abren. Dentro, simplemente un pedazo de pan. Eso es todo. Pan que espera en silencio, humildemente. Un respiro en medio de las batallas de la vida, algunas estruendosas y otras tejidas en dolores más lentos. Una pausa y una mirada.
Paseamos hasta la penumbra y el frescor de la entrada de la iglesia, que muchas veces traspasé cuando niño en medio del pequeño gentío que se acumulaba, feligreses tardones colapsando las puertas. Ahora en cambio solo se distinguen cinco o seis personas como mucho, todos los ojos vueltos hacia adelante, como atraídos por la Bondad que emana del pan y que estremece de calma los corazones y los pasos.
Vuelvo a ser el crío que se arrodillaba y cuchicheaba
repitiendo con el sacerdote la fórmula de la consagración, pero hoy no me
brotan palabras. Son unas semanas demasiado
densas, confusas y lacerantes en similares proporciones, aprendo sin tiempo
para procesar, necesito contención y sosiego. Especialmente sosiego, y acá lo recojo.
En ciertas circunstancias, ¿hay alguien que
puede acompañarte, capaz de disolver tu soledad? ¿De quién puedes recibir una
ráfaga de aliento eficaz, una cuenca de comprensión sin glosas? Solo de Él. Del
pan que aguarda sencillo. Incondicionalidad
que no precisa de peticiones, Él ya conoce.
Solo la serenidad. Estar ahí. Tú y yo, en
silencio. Con todas mis cosas expuestas ante ti, mi debilidad y mi miedo
adentrándose en el silencio. Y tú, un
Dios con las entrañas abiertas, total indefensión, mostrando tus heridas
con delicadeza y valor, con firmeza de madre.
Pan
dispuesto. Puro ofrecimiento. Humildad que te desarma. Compañía invencible.
Siempre te abren.
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