domingo, 9 de junio de 2019

MOCOS EN LA QUEBRADA


Hacía tiempo que no me ponía malito en pleno recorrido, desde la época del resbalón en la montaña de Mendoza, creo recordar. Ha habido algún episodio suelto de dolor de cabeza o algo de fiebre pasajera, pero nada que me impidiera misionear con normalidad. Hasta la otra semana en el país de los Ticuna: vaya gripa inoportuna y pestosa.

Acá se llama indistintamente “gripe” o “gripa” a los catarros fuertes de nariz, infecciones de garganta o de las vías respiratorias. Todo empezó con dolor al tragar; “ya me he enfriado en el bote que me ha traído de Yanashi” – pensé sin darle más importancia. Pero al despertar en Yahuma primera zona me dolía mi cuerpito, de modo que empecé con los paracetamoles que siempre llevo conmigo. Sin mucho resultado.

La segunda noche transcurrió entre estornudos y mocos. La tercera ya no dormí nada, sin poder respirar. Pasé los días en Barranco y en San Francisco con el cuerpo destemplado, variando de ardiente a frío, sudando a mares y gastando rollos enteros de papel sonándome la nariz. Por las tardes, cuando el sol golpeaba sin piedad, era como si me atropellase “La Gran Loretana”: no tenía fuerzas ni para moverme. Qué feo.

Solo quería meterme en la cama. Pero no había cama, ni ningún sitio para descansar. Uno de los días armé mi carpa a las 11 de la mañana y me tumbé ya en el colchón. Sin ganas de comer, nomás que me dejasen ahí quieto. El calorón húmedo de la selva cuando estás febril todavía te aplasta más. No hay posta, el médico más cercano está a 7 horas, no está mamá para que me prepare leche con miel y limón; no hay leche, ni miel, ni limón. Ay. Ajó mi niño, ajó.

Jejeje. En días de esos, meto la cabeza dentro del casco, como los motelos*, no digo ni mu y que me dejen tranquilo. Menos mal que mis compañeras ya me conocen, y Emilia no se asusta incluso cuando ni galletas y capuchino quiero comer,  síntoma verdaderamente grave. Aun así te las apañas y sobrevives. A base de tomar bastante agua y agotar las reservas de ibuprofenos itinerantes. Y hay que estar en las reuniones con la gente, celebrar la misa cuando toca, dar una charla… Porque son dos o -como mucho- tres visitas al año a cada comunidad: ¿cómo no vas a aprovechar ya que estás ahí? La final de la champions sales a jugar cojo si es preciso.


En fin. Que se pasa regular na más. Pero calamidades aparte, resultó una visita muy interesante. En todos los lugares hubo buena participación de niños y mayores. La profe de Yahuma I iba traduciendo con mucha eficacia mientras pasaban las diapositivas del tema “Los derechos colectivos de los indígenas”. En Yahuma II los niños que se preparan a la primera comunión se ven muy interesados y atentos; en la próxima visita ya van a recibir la Eucaristía junto con los adultos que lo deseen. Y un poco más abajo, en San Francisco de Yahuma, hubo que dar varias vueltas para lograr conectar el motor de luz, colocar un foco (bueno, dos, porque el primero explotó) y finalmente cambiar el grupo por otro porque no lograba sostener la potencia del proyector.

El encuentro demoró en comenzar, las bocas se abrían, los niños se tumbaban de sueño en el piso. Al despedirnos, me preguntaba: “¿se habrán enterado de algo?”. No lo sabemos. “¿Servirá de algo esta paliza?”. La aceptamos como parte de la misión, está en el contrato: “Trabajos y agotamiento, con noches sin dormir, con hambre y sed, con muchos días sin comer, con frío y sin abrigo” (2 Cor 11, 27). Y hay que creer que tiene sentido y dará fruto, aunque lo vean otros dentro de 20 años.

A la mañana siguiente llovía a cántaros y quedaban un par de lugares más por los que dar una pasadita, pero yo les dije a mis compañeras: “Si ustedes quieren ir, adelante. Pero a mí me dejan primero en los rápidos de Tabatinga, que yo me voy pa casa”.

* Gran tortuga terrestre amazónica de patas amarillas

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