Varios me recordaron a los animadores clásicos de Mendoza, el tío Jeremías and company. De hecho, a San Pablo he venido a estar con ellos apoyando a las hermanas en el encuentro de formación que tienen en estas fechas posteriores a la Asamblea Vicarial, como muchos puestos de misión.
Cuando les pregunto cuánto tiempo llevan
como animadores de sus comunidades, me cuentan que “yo empecé en 1972”, madre mía, otros en el 75, en el 83… Yo era un
bebé o estaba viendo a Naranjito por la tele. La mayoría tienen mucha
experiencia, curtidos en mil batallas, han
visto llegar a las sectas, pasar a muchos misioneros, el río crecer,
desbordarse y secarse, conocen las dificultades de la misión y sus altibajos,
la época de los canadienses en la que “había
plata, padre”, y el tiempo actual caracterizado por las vacas flacas.
Hay
algún indígena, pero la mayoría son ribereños. Gente de la chacra, de manos
fuertes, algún que otro titubeo al leer, conocen
los nombres y la vida de todas las especies de pescado del Amazonas, llevan su
biblia de pastas gastadas, anotan trabajosamente en su cuaderno y cuando
intervienen se paran y, ceremoniosos, comienzan por el consabido “buenos días tengan
todos ustedes, hermanos”.
Conversando refieren cómo han cambiado las
cosas y lo dura que se ha vuelto su tarea: “Ya
la gente joven no quiere saber nada de Dios”. Además, los evangélicos de
todo pelaje y los israelitas invaden y dividen a las poblaciones, un fenómeno
que comenzó en los años 90. Se propone una dinámica en que narran su historia
vocacional, y siempre hay en el origen
un misionero que les invitó a asumir esta responsabilidad. Asoman por igual el
agradecimiento y el asombro, como en las historias bíblicas de llamada: “¿Yo? Pero si yo no sé hablarle a la gente”.
Como era de esperar, Dominik, que estuvo muchos años en San Pablo, aparece en
más de un relato. No calibramos suficientemente cuánto bien podemos hacer a las
personas.
Tratamos el tema de la misión, que es un
encargo, una chamba que nos da
Diosito a todos, y a todos por igual. ¿Y en qué consiste? En anunciar el
Evangelio, construir el Reino de Dios, es decir, hacer que este mundo sea más
humano y los hombres y mujeres vivamos con dignidad y felicidad. Me doy cuenta de que lo han oído mil veces
y ya se lo saben, pero es un gusto masticarlo y saborearlo con ellos. Al
final me acribillan a preguntas sobre los sacramentos, el “agua de socorro”,
elegir los padrinos, qué pasa con los que no están casados, etc.
Al caer la tarde, antes de celebrar la
Eucaristía, rezan el rosario en la magnífica iglesia de San Pablo. Luego don
Fernando Mansur tañe la guitarra con ese estilo conciso y tradicional suyo, y
cantamos durante la misa. Contemplo así una fe firme, una fidelidad mantenida a través de toda una vida, como una roca,
ahí, seguidores de Jesús a pesar de todo, pase lo que pase y para siempre.
Los animadores tienen también su punto
cómico, aprendido desde los primeros encuentros vicariales en Indiana en los 70.
Y así, la última noche, en la “velada cultural”, ofrecen un par de sociodramas en los que se burlan de sí
mismos. Por aclamación popular, don Alcides sale a contar el chiste del
“pocillo chico y el pocillo grande”, y todos nos partimos de risa. De
madrugada, mientras viajo en el ferry de regreso a Islandia, noto el bien que me ha hecho compartir unos días
con estos viejos rockeros. Me esperan preparativos de la semana santa y
grupo de jóvenes esta noche, pero pienso que si pudiera ser párroco de todos
los puestos de misión del Vicariato a la vez, no lo habría más feliz.
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