El año pasado, el día de la
Virgen del Valle, antes de la procesión y de la misa, fui a visitar a Cati.
Hacía mucho tiempo que no la veía, dos años de dura lucha contra la enfermedad,
y me advirtieron que su aspecto podría chocarme. Recuerdo que a esa hora su
casa estaba llena de sol. Cuando escuchó mi voz, sus hijas la ayudaron a
levantarse, nos besamos y nos sentamos en el sofá para una de nuestras habituales
conversaciones. “Esta es la última vez
que nos vemos”, me dijo.
Yo sentía una gran paz, como
siempre que hablábamos. Ella tenía la capacidad de ralentizarme, de suavizar mi
marcha desbocada de cura joven que patea el pueblo a toda velocidad, y me invitaba
a escucharla. Al principio, en cuanto yo llegué a Valencia y nos conocimos,
ella requería al sacerdote; más tarde, a medida que fui descubriendo qué clase
de persona me abría su corazón, comprendí que con Cati no valían recetas de manual ni frases hechas, ella necesitaba simplemente
que yo compartiese mi interior, que dejase fluir con naturalidad mi fe y mi
humanidad, sin hacer caso a funciones o roles.
Eran pausas dentro de una
actividad tremenda. Muchas veces Blas y yo bromeábamos en la sacristía: “¿Cómo podrá salir tanta energía de una cosa
tan chica?”. Sus hijos, su casa, su trabajo, cuidar a sus padres ancianos… y la
parroquia. Porque Cati lo era todo en la
vida de la parroquia. Se llevaba las colectas y las limosnas e increíblemente
contaba ese montonazo, lo ingresaba e
informaba puntualmente en el consejo económico. Yo confiaba en ella más que en mí mismo. Estaba en varias hermandades
y cofradías y por tanto en su consejo también; y en el equipo de liturgia; y en
el consejo de pastoral; y había sido catequista; y…
Podía porque era una mujer de fe.
Había sido educada, como tantas generaciones, por las monjas Concepcionistas
del convento, y vivía con ese sentido de Dios y esa finura tan característicos de mi
pueblo, una piedad tradicional pero centrada muy acertadamente en la
Eucaristía. Cuántas veces he encontrado a Cati sola en el silencio de la
capilla del Sagrario, en ratos de intimidad con su Señor incrustados en medio
de una jornada de vida y trabajo, que le daban determinación y ánimos para
batallar y superar tantas cosas. Qué hermosura.
Recuerdo cuando empezó a ser
ministra de la Comunión, ¡qué trabajo me costó convencerla! “Pero Cati, si tú no eres digna, como dices…
¿quién lo será? Yo mismo cuelgo los hábitos”, y se reía por encima de sus
gafas. Sé cómo disfrutaba esos sábados, ese
servicio era para ella el mejor de todos, el más delicado, ella con su Señor
para los enfermos y los impedidos. Su hija Cora me decía el otro día por
teléfono que la fe que tenía su madre la ayudó a vivir feliz y a enfrentarse al
cáncer, que ella lo veía ahora con toda claridad. Ciertamente, cuando llegó el
zarpazo de la enfermedad, Cati estaba sobradamente preparada para identificarse
con Jesús en la cruz.
El sol inundaba el salón y Cati me pidió
confesarse, como tantas veces. Eran conversaciones profundas, que me
permitieron asomarme a su alma. Hablábamos de la oración, de la familia, de la
bondad de Dios. A pesar de su formación, era capaz de evolucionar en muchas
cosas, de adaptarse a ideas más abiertas. Y fue siempre una prudente y discreta
consejera para mí, que era novato y más de una vez necesité sugerencias y
correcciones. Esa relación me ayudó a
sentirme “adulto”, párroco en medio de los problemas reales de las personas “mayores”,
y no solo organizador de grupos de jóvenes como hasta entonces.
“Pero si tú no tienes pecados”. Quería darme un dinero para los pobres de mi misión. Hace algunos
días puse un whatsapp a su hija Mari Ángeles: “Dile a tu mami que lo que me dio se ha utilizado en comprar medicinas
para gente humilde”. “Se lo voy a
decir al oído porque está ya sedada”, me respondió. Y Cati lo escuchó,
igual que todas las canciones que adornaron su Eucaristía de despedida, como
ella quería y merecía. Tenía su lámpara prendida y sus manos repletas de amor
regalado y recibido.
Que belleza de alma! Me dieron ganas de haberte conocido, caty. Que Dios la tenga en su santa gloria y en ese rico abrazo maternal.
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