Era la tercera vez que lo intentábamos. La primera el bote quedó seco y hubo que dar media vuelta; la segunda, hace un mes, nos perdimos en medio de un lluvión y para casa; así que esta vez me dije: “voy a ir sea como sea”. Vi un hueco de un par de días, busqué a un motorista más conocedor de la zona, pedí a Shucui que me acompañase para no perdernos… y a la quebrada Sacambú. Que es por cierto una de las periferias de este poto del mundo.
La boca de la quebrada está a poco más de dos horas de
Islandia, y justo en la entrada hay un albergue turístico. Los deslizadores llegan
de Leticia y pasan a 3 de Noviembre, un pequeño pueblito no muy lejos, donde
los hermanos Torres tienen algunos animales que los gringos fotografían: una anaconda, guacamayos, paiches y ¡15 monos
sueltos! Me explicaron que cada persona paga 10.000 pesos colombianos por la
entrada, mientras un mono me abrazaba cariñoso. No sé por qué, estos animales
me inquietan. Pero eso fue el último día, ya de salida.
Antes visitamos un lugar llamado Constantino Pinto. Llegar
ya es una proeza. Hay que navegar como una hora y media desde los monos
eligiendo en sucesivas “Y griegas” de la quebrada el camino correcto; hay una cocha, como una laguna natural, y luego
el caño se va estrechando y se convierte en una especie de laberinto de agua.
Shucui, que en realidad se llama Edinson y vive en ese sitio, había pedido a
sus vecinos que cortaran “algunos palos para que pase el padre”; y menos mal,
porque había varios lugares por donde el
bote atravesó a duras penas bajo arcos de raíces y troncos, siempre
chocando con ramas y palos por esas vueltas, y con la sospecha de que si esta
noche llueve y sube el nivel mañana no lograremos regresar. Pero merecía la
pena contemplar esa extraña belleza: el agua oscura como un perfecto espejo
donde se duplican árboles y muros de selva en una quietud caleidoscópica. La
chalupa parece flotar en el vacío…
Esta inmensa quebrada es una “zona roja”, es decir, un lugar
por donde los narcos transitan, y con ellos ladrones oportunistas que asaltan
sobre todo a los botes de carga. Porque
acá todo el mundo cultiva coca, es un secreto a voces que nadie menciona. Y
es que en estas fronteras la vida es muy difícil; la gente vive lejos del cauce
del Yavarí grande, y en la época de vaciante se quedan casi aislados, solo se
puede salir con canoa pequeña y después de caminar un buen trecho por donde en
invierno está alagado. ¿Cómo sacar sus productos…?
En Constantino Pinto nos regalaron una papaya con una cuchara
(que devolvimos) para cenar y después, con varios vecinos, dialogamos sobre cómo
podrían armar su comunidad porque dicen que son católicos; en San Mateo
conversamos mucho, Wilder y Elsa nos invitaron a almorzar, pero nos quedamos
esperando a la gente que habían avisado para la reunión en la tarde. Le
pregunto a Elsa de dónde es y me dice de Huánuco, en el centro del Perú. - Puchaaaa… pero muchacha, ¿qué haces tan
lejos de tu tierra? - Esto está lejos
de todas partes, padrecito, me dice su esposo. El sacerdote por acá es una rareza, algo casi insólito. Hace como 6
años que no los visitan.
Pasamos a la comunidad 28 de Julio, donde vive “doña
Morena”, cristiana de siempre, que educó a sus hijos en el internado del
Estrecho; a Maicol, uno de ellos, lo
eligen al toque como animador en la reunión de la noche. Se les nota contentos,
quieren empezar el próximo domingo con su celebracioncita, van a invitar a más
vecinos, y para la próxima ya les gustaría programar bautismos. Les digo que
muy bien, pero que no servirá de mucho si ellos no le dan continuidad a su vida
de seguidores de Jesús comprometiéndose a juntarse los domingos para escuchar
el Evangelio. De nuevo la iglesia
naciente, la chispa de la fe que se prende o las brasas escondidas bajo la
ceniza que se avivan.
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