Solo tardé tres o cuatro días en comprender que la parroquia a la que me han enviado no es una parroquia: es una misión. Y eso, que parece una simpleza, tiene un alcance y unas consecuencias que estoy en proceso de encajar, a dos aguas entre la emoción, la sorpresa y el quien-me-mandaría-a-mí-meterme-en-berenjenales-con-lo-bien-que-yo-estaba-donde-estaba. Así, todo junto, porque es un pensamiento o un sentimiento que cada día se me cae encima como un ladrillazo.
Cuando
llegas a una parroquia, te encuentras con algo ya hecho, con una
estructura, una historia y una identidad, y tú pues entras a formar parte de una
familia, con sus grupos y sus responsables, y luego vas trabajando con tu
estilo, haciendo algunos cambios, poniendo cosas que no estaban, etc. Aquí prácticamente hay que empezar de cero.
Este puesto de misión tiene poco más de doce años, y de ellos solo siete u ocho (no estoy
seguro) hubo un equipo acá. El resto del tiempo, y antes de que Islandia se
erigiera “canónicamente” fueron los capuchinos de Benjamin Constant los que venían
a apoyar con la misa, los sacramentos y algunos viajes por el Yavarí. Los seis
años anteriores las hermanas mercedarias hicieron lo que pudieron, con valentía
y pocos medios; y el último año y medio aquí estuvo una religiosa solita.
Todo hay
que crearlo. Hay que buscar catequistas porque no hay; convocar a los jóvenes
para armar un grupo porque no hay. Preguntar quiénes estaban en el consejo de
pastoral (llevan más reuniones en dos meses que en toda su vida) e ir a
buscarlos. No hemos podido leer ningún informe, ni evaluaciones de años
pasados, ni balances económicos, porque nada nos han dejado escrito para que
continuemos la tarea. Vamos iniciando
cosas por instinto pastoral o por ensayo-error, encontrando de vez en
cuando, en medio del caos que es la estantería de la sacristía, algo que nos dé
idea de qué se hizo y de cómo fue.
Normalmente los puestos de misión tienen bote y motor, y una
mecánica de salidas, con itinerarios conocidos y establecidos. Nosotros no
tenemos nada de nada. Hemos tenido que pedir presupuesto a un par de motoristas
para que nos alquilen la chalupa. He preguntado por algunas personas que me
habían dicho que conocen bien el Yavarí y les he hecho verdaderas entrevistas
sobre comunidades, distancias, galones de gasolina necesarios, tiempos,
dificultades… Como no hay señal, he enviado notas (esperemos que lleguen) a
autoridades y supuestos católicos de esos pueblos que de momento solo son
nombres en el mapa, y que nunca he visto, apenas he escuchado la voz de alguno
cuando he logrado contactar por teléfono Gilat. Y así, a tientas, he programado el primer recorrido por nuestro río, como Dios
me ha dado a entender y con la sensación de diseñar una aventura por etapas
rumbo a lo desconocido. Me lo he pasado requetebién como tour-operador de
viajes misioneros, pero al regreso cuento qué tal fue.
Y luego está el tema económico. La misión es muy cara. En la parroquia tú agarras el carro, llenas
el depósito y chau; aquí hay que buscar el barco y el chofer, comprar la
gasolina y llevarla contigo rezando para que no te asalten por ahí. En Mendoza preparas la mochila sabiendo que los agentes
de pastoral asegurarán alojamiento y comida; acá hay que llevar alimentos para varios
días, medicamentos, hamaca para dormir en cualquier sitio y mosquitero de
obligado cumplimiento. Y a la vuelta, en lugar de ingresar plata por misas,
colaboraciones de las comunidades y sacramentos, acá echaremos cuentas de por cuánto
nos ha salido este recorrido de 10 días, y estará en torno a los 1500 soles,
más de 400 Euros… La parroquia te mantiene; la misión te cuesta, y solo la
puedes realizar si te ayudan desde fuera.
Vamos a lugares donde sabemos que hace bastantes años que no llega
nadie, y a pesar de los esfuerzos por avisar, no sabemos qué nos vamos a
encontrar. Llegar a los más alejados es
una prioridad que da forma al conjunto de nuestro trabajo misionero, y eso es
algo que colma las aspiraciones de mi vocación y que además me encanta.
Como estoy en una misión y no en una parroquia, hay muchas cosas que ya no me
atan porque no existen (misas de difuntos, fiestas patronales…) o porque caen
ante la necesidad de salir, deber sagrado que caracteriza al misionero, moldea
su personalidad y configura su espiritualidad.
Así que tranquilamente la misa del domingo pasa a ser celebración
de la Palabra, y la reunión de tal día se hace sin ti, y no pasa un pelo. Los
de Islandia ponen cara de vaca cuando
les hablo de esto, porque tal vez pensaron que “por fin tenemos un cura aquí para nosotros”, pero creo que lo van
entendiendo. De momento, dos expediciones en poco más de mes y medio. Estar en
una misión puede ser cansado, aunque muy variado (cada día es diferente) y para
mí es apasionante. Me encanta ser
párroco, pero creo que más todavía me gusta ser misionero, y ahorita me
llamo así sin titubeos ni fisuras, pero con rebozo y humildad.