Ocurrió en el regreso del viaje de reconocimiento a Islandia. El deslizador sale de Santa Rosa a las 4 de la madrugada, así que nos fuimos a dormir a Leticia la noche antes. A las 3, un motocarro vino a recogernos y nos llevó a Tabatinga, donde a su vez un bote nos pasó por 10 reales al muelle de Santa Rosa. El rápido estaba ya casi lleno a las 3:30, de modo que a las 3:40 ya salió. “Vacán – pensé yo- vamos a llegar a Iquitos todavía más temprano”. Jeje, no sabía la que nos esperaba.
El
deslizador es un barco grandazo, una especie de autobús fluvial que lleva a
unas 80 personas desde Iquitos hasta la triple frontera en 8 o 9 horas
(bajando, porque surcando, o sea río
arriba, demora unas 12 horas), es decir que va a toda pastilla por el Amazonas formando una olas que fastidian
a las canoas y otras embarcaciones domésticas. Te dan el desayuno, el almuerzo
y una botella de agua, y algunos hasta te ponen películas; y pagas duro, claro,
170 soles o más.
Nuestra
surcada comenzó bien, yo me dormí
como de costumbre las primeras 4 horas o así. Hubo una primera parada (no me acuerdo
dónde), en la que varios policías entraron, nos jalaron a todos los DNIs, se pusieron a abrir mochilas al azar y a mí
me tocó, claro está: la cosa había empezado a torcerse. Aunque desde luego,
si quieren interceptar la coca que viaja por el río así, están cagaos, jamás van a dar con un gramo. Lo
que sospechamos todos es que realmente no quieren…
Un
poco más arriba, ya pasado San Pablo, de pronto se oye un ruido bien feo RRRRRRR!!! y empieza a oler a humo. La nave se
detiene en mitad del río, los tripulantes
empiezan a recorrerla frenéticamente palante
y patrás, traen herramientas, hablan
bajito entre ellos, sudan, llaman por teléfono satelital a la empresa. Y
mientras los pasajeros, hundidos en un espeso silencio y sancochándonos
lentamente bajo el sol tropical, nos tememos lo peor: una pieza del motor se ha
tronzao y hay que traer de Iquitos
en un fuera borda el repuesto y el mecánico. Piña.
Estábamos
cerca de San Isidro, una comunidad ribereña, de modo que comenzaron las
operaciones de remoque a ese lugar. Aparecieron
cuatro peke-pekes solidarios, se colocaron dos en cada costado, pero como los
motores no tenían la misma potencia costaba un mundo dirigir correctamente el
deslizador. Hubo dos o tres buenos choques contra la orilla, pero al final,
gracias a un tipo subido en el techo dando instrucciones, llegamos al puerto.
Habían pasado casi tres horas desde la rotura del motor.
El
pueblo debe de ser uno de los más cochinos del Amazonas, con incontables
botellas de plástico botadas por todos lados. Allí estuvimos esperando más de
seis horas, alternando lluvia con sol, asistiendo al espectáculo de carga y
descarga de las lanchas que iban llegando y haciendo un curso intensivo de
paciencia. Resulta que el fuera borda
salvador se quedó sin gasolina a una hora río arriba; tuvieron que pedir
prestado otro fuera borda para ir a salvar el bote salvador y traer el
repuesto.
Finalmente,
sobre las 6:45, ya casi de noche, el
motor resucitó y zarpamos. Yo iba zurrao
por los peligros del río a esas horas: palos, ondas sorpresivas, obstáculos,
embarcaciones sin luz, lluvia… cada dos por tres el barco se paraba y me
parecía que el motor ya se había malogrado de nuevo. Como no podía pegar ojo,
pensaba y sentía, y me extrañaba de cómo me decantaba por Islandia de entre
todos los lugares visitados. Así hasta que avistamos Iquitos.
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