Desde donde estamos sentados, divisamos las enormes mantas
de plástico donde la gente pone a secar su café en esta época de cosecha. Una
mujer, ahí abajo, acarrea un saco mientras su esposo ata las bestias recién
llegadas de la chacra. La tarde
transcurre lentamente en Nuevo Chachapoyas, este confín de la selva alta
mendocina, inundada de pronto por una mancha de loros de cuello azul que
sobrevuelan su lugar de descanso cuando el sol se esconde tras el cerro.
Sentados en la puerta de la posta, un
grupo de personas conversamos.
Rosa Edith Portocarrero López es la técnica de salud del
pueblo y de varios caseríos de esta zona. No es enfermera, sino técnica, es decir, ha recibido una
formación elemental para ayudar a los vecinos en sus dolencias, y su trabajo no
es ni mucho menos fácil. Las cosas que nos cuenta me hacen masticar cuánto necesita nuestro Perú avanzar en su
desarrollo, especialmente en el mundo rural.
El dispensario es un pequeño edificio de madera con una sala
de atención, un diminuto almacén y el cuarto donde duerme Rosa. Al mirar el
estante donde están los medicamentos, veo cajas de Paracetamol, Naproxeno,
Aspirina, Ibuprofeno, Dexometasona, Diclofenaco y otras medicinas sencillas además
de alcohol, gasas, algodón y demás implementos
para primeros auxilios. Ella recibe en el primer trimestre del año una dotación
y, a medida que se va acabando el material, va pidiendo y trayendo a
cuentagotas. Justo esta semana ha llegado el “material quirúrgico”: una cajita
metálica con pinzas, tenaza y bisturí que me recuerda el equipo de Claudio el practicante cuando yo era niño. Una escasez de medios que clama al cielo.
La gente se encuentra mal y llega a la consulta. Rosa les pregunta y luego… pues les receta alguno de
estos remedios, o pone una ampolla si la gravedad del caso lo
requiere. Ahí nomás. Si alguien se pone
enfermo de gravedad se presenta un auténtico problema, porque como no hay
carretera hay que cargar al paciente entre 10-12 hombres a relevo durante más
de tres horas a base de trago o bolo de coca para resistir el esfuerzo. O
directamente se muere, como un señor el año pasado en otro pueblo, Frontera,
que falleció al día siguiente de mi visita sin que a día de hoy sepan qué tuvo.
Una picadura de víbora (que las hay y gordas) o un simple ataque de apendicitis
son letales en esta periferia montañosa.
Uno de los cometidos principales de Rosa es el cuidado de
las embarazadas. Cuando llegan por primera vez les marca un protocolo de revisiones, pero dice que pocas lo cumplen,
así que tiene que ir a visitarlas a ver cómo siguen, recorriendo a menudo enormes
distancias a pie por las cuestas y el barro, llueva o solee. Cuenta que,
cercano ya el parto, debe convencer a las gestantes para que vayan al hospital
a Mendoza o a Chacha, pero que muchas son tercas y no quieren; así que hay que
hacerles firmar un documento que la exima a ella de responsabilidad si algo va
mal (en el Perú hay mucha sensibilidad social hacia la maternidad, va uno a la
fiscalía en menos que canta un gallo). Y cuando en los exámenes detecta
indicios de problemas serios, le toca acompañar a las mamás al centro sanitario,
casi siempre pagando de su bolsillo los gastos
correspondientes. Laoshito.
Y todo esto con un sueldo bajísimo, atendiendo a la gente que
toca la puerta de la posta a las seis
de la mañana o en la noche profunda y soportando muchas veces comentarios
despectivos (los peruanos unos con otros son durísimos) incluso cuando trata de
hacer favores que exceden sus obligaciones. Es
una lucha cotidiana contra la pobreza y la desgracia, con tesón y voluntad pero
con instrumentos precarios. Aunque si aquella noche de desventuras hubiera estado ella, seguramente todo hubiera sido más
fácil, nomás por la confianza que inspiran sus botas blancas.
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