miércoles, 26 de agosto de 2015

GALLETAS DE KIWICHA


Perlamayo es un pueblo que hacía casi un año que no visitábamos. Para llegar a él hay que manejar durante un ratito, dejar el carro y caminar unas tres horas subiendo un par de cerros de los que puntúan para el maillot de la montaña del Tour. Cansa, pero vas recibiendo puntos casi desde el primer momento.

Andar con Roberto significa aprender, contemplar y disfrutar del camino de una manera muy peculiar. Los ojos se te inundan de orquídeas, alisos, bellas raíces, flores variadas, tierras fértiles y hasta un alto cedro superviviente de la tala, con aspecto a la vez huérfano y venerable entre los demás arboles.

Al llegar a Perlamayo, enseguida noto que la visita es un acontecimiento, nos están esperando con ilusión. Como estoy empapado en sudor, me cambio de camiseta, me quito las botas de jebe, me planto las chanclas y me tomo un vaso de leche con avena y unas galletas de quinua y de kiwicha que nos ofrece la profe y me saben a gloria; el mismo desayuno kali warma del programa gubernamental de apoyo a la alimentación infantil en las escuelas.

En la escuela será la misa, pero todavía falta un rato. Están todos los niños del pueblo, un montón, más de 25, y otros adultos van llegando. Conmueve el candor de estos críos, sus miradas asombradas (quizá muy pocas veces han visto a un gringo y además cura) y las sonrisas que te devuelven, claras y abiertas. Es una vida al aire libre, sin tele ni celular, y la gente campesina rezuma una sencillez envidiable. Me pongo a jugar al voley y, como no tengo ni idea, cada vez que fallo una pelota las carcajadas escalan hasta la fila de la cordillera. Jeje.

El partido se interrumpe para que almorcemos en la misma escuela; pienso que me va a dar roche (vergüenza) comer con la gente ahí al lado, acudiendo, pero me doy cuenta de que están orgullosos de que nos zampemos el cuy que nos han preparado; las papas están tan buenas que les pido llevarme las que no soy capaz de acabar, y a la señora le asoma una cara de satisfacción que me da por buenos todos los afanes. ¡Qué buena es esta gente! (Y qué rico está el cuysito).

El día va transcurriendo sin apuro, tranquilo. Qué necesario es simplemente "estar", no solo "pasar", celebrar la misa y marcharnos como cohetes. Diáfana es la llamada a “quedarme” y compartir, gratuitamente, no para trabajar, sino simplemente para ser hermano y tocar las cosas cotidianas, aprender los acordes de la vida del pueblo y “conocer la fuerza de la ternura”, como dice el Papa Francisco.

Pero no podíamos quedarnos a pasar la noche. La aventurilla termina en la siguiente entrada.

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