El otro día, en el entierro de su tía Amalia en Valle de Matamoros, Josefa me contó en un momento una historia pequeña y maravillosa, de esas que te reconcilian con la vida. Hoy la he llamado a Valencia para que me la contase con más detalle, y he vuelto a sonreír a manos llenas.
Resulta que Amalia, mujer de las fieles fieles de la parroquia, era en realidad la esposa del hermano de su madre, Cecilio. Ella, y supongo que también él, sufrieron tiempo a causa de que los hijos no vinieron. Cecilio era albañil, y un día, probablemente trabajando en el cementerio, encontró una calavera chiquitita, de un niño pequeño. Debía ser de los muchos restos antiguos que hay en los camposantos, de sepulturas en tierra o fosas comunes de la época de la guerra, o vaya usted a saber de cuándo. Me imagino a Cecilio sosteniendo en su mano fuerte y callosa lo que fue el rostro delicado de un zagalito. O zagalita.
Él ya se había hecho su hueco, en el que reposar con su mujer, claro. Así que cogió y guardó el cráneo chiquito en su propio nicho, aún por estrenar. Nadie lo vería enterrar a ese niño sin nombre, pero él se lo contó a Amalia un rato más tarde, a lo mejor pelando una naranja de postre. Y me figuro que ella se estremecería de amor por su compañero, por su ocurrencia de discreta ternura.
Murió después Cecilio. No sé cuánto tiempo después. En su nicho le esperaba la calaverita, seguro que más sonriente que el primer día. Y pasaron veintiséis años. Una eternidad de agradecimiento de un niño a un hombre generoso.
Hasta el otro día. Sacan los restos de Cecilio para preparar el hueco y poder enterrar a Amalia. Y en la operación aparece un cráneo infantil. Josefa recuerda entonces aquel hecho, que le ha oído a su madre; y me lo cuenta con los ojos encendidos mientras traen a la iglesia el cuerpo de su tía.
Por la noche, después de una jornada agotadora, contemplo el resplandor de este trozo de vida. Cada día que nuestra querida Amalia fue al Cerrito a rezarle a su marido y también oró por el descanso de aquel niño anónimo, y conociéndola lo haría con dulzura; cada flor, cada padrenuestro fue un detalle precioso de caridad, una delicada obra de misericordia.
Ella encontró de otra manera el bebé que nunca pudo tener. El chiquitín que, con su madre desde el cielo, recibió los cariños de Cecilio y Amalia y las oraciones de todos cuantos vamos allí a hacer presentes a nuestros difuntos un día como hoy. Hay que rezar siempre por aquellos que ya no tienen a nadie que rece por ellos, hay que recordar a los olvidados. Es cierto que Dios dice siempre su proyecto con renglones torcidos, pero a veces ¡qué bellos son!
Pudiese parecer macabro, pero está lleno de la sencillez del cariño. Precioso.
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