James Worthy en plan chulo |
Agradecido considero estos 42 años, acojo y celebro en gozoso silencio esta vida, niñez, juventud, decisiones, personas, vida "adulta", fe... Pienso en mi madre y en el milagro del nacimiento, de lo que significa comenzar a recibir amor y desvelos (literalmente, imagino a mi padre cantando "Capitán de madera" o montándome en el coche a las tres de la madrugada intentando desesperadamente que me duerma), pienso en mis hermanas, sonrío y me emociono con mis sobrinos, y ahora mi patio se llena de sus risas, sus juegos y su ternura. El móvil susurra ya mensajes de mis amigos, incluso una llamada. Quienes quiero y me quieren. Estáis todos aquí; advierto con feliz sorpresa que mi vida sois vosotros.
El paseo por el campo, esa pequeña maravilla cotidiana, me lleva hasta el Arroyal. Siento el frescor de la mañana rodeando mi cuerpo y el delicioso contraste del sol que me acaricia, inundados mis ojos por el verde del campo, salpicado a lo lejos por las siluetas de unas vacas que pastan, blancas y retintas. La vida es preciosa.
Son ahora las 11 de la mañana. Termino de limpiar y preparar mi casa para recibir a gente hoy. Escucho la banda sonora de Tarzán ("un hombre has logrado ser", jejeje) y recibo algunas llamadas. Dentro de un ratillo saldré a llevar la comunión a varias casas.
Estaba exquisito el gazpacho de mi vecina Josefita. Hemos comido los dos en casa, y después de fregar los platos me quedo solo frente a la tele, y eso me transporta a la adolescencia, aquellas noches de viernes viendo los partidos de la NBA. Soy de los Lakers, aquel equipo legendario de Magic y Abdul-Jabaar, pero de todos el que me gustaba a mi era James Worthy, el alero atlético y veloz que terminaba los contraataques con un mate a una mano marca de la casa. Worthy ("valioso") era un jugador clave en aquel equipo, all-star aunque no una superestrella; quizá por eso me gustaba, porque me identificaba con él, siempre me he sentido un chaval con cualidades pero desde la trastienda, valioso pero demasiado tímido para ser el protagonista.
Llega la media tarde y aparecen Carmen, Cristina y Ana María con este regalo que me deja atónito:
¡Vaya peazo de tarta! Nunca había visto algo semejante; lo más parecido, un año en el Teologado que Natalia y Emi me regalaron una tarta con forma de mapa de África. Qué momentazo.
Me voy a la parroquia; tenemos oración eucarística. Pasamos casi media hora ante el Santísimo en silencio, con la suave música de Enya meciendo la intimidad con el Señor. Voy repasando mi vida, lentamente, saboreando las experiencias que me han ido modelando como persona, como creyente y como cura. Y todo se me revela ahora como una gracia, como una asombrosa cadena de regalos que la bondad de Dios me ha ido enviando. Casi no me lo creo.
La tarde cae y los amigos llegan a casa. Comemos, reimos, bebemos. Recuerdo el final de la película "Tomates verdes fritos", cuando la anciana dice: "Tú me has hecho pensar en qué es lo más importante que nos puede dar la vida. ¿Sabes lo que creo que es? Amigos. Buenos amigos...". Así termina este día, que sabe a chocolate y a cariño, este cumpleaños que recordaré siempre.