jueves, 16 de febrero de 2012

KILÓMETRO 52

Cuando se viene de Badajoz para los Valles, tras pasar Barcarrota, hay un trozo de naturaleza de una hermosura que siempre me deja sin aliento. El kilómetro 51 es una larga recta, flanqueada por un par de cortijos; se ven vacas pastando antes de que la carretera pique un poco hacia arriba en una curva a la izquierda. La pequeña loma abre a un espectáculo tan precioso como auténtico.

Es inevitable levantar la mirada para encajar el paisaje que invade los ojos, los llena con una mezcla de inmensidad y belleza: al fondo la sierra de San José, grandiosa, como un gigante acostado que velara el sueño de su amor. A ambos lados de la carretera las encinas sobre una alfombra verde, parda, amarilla, blanca, roja, sensible a los caprichos de la estación, moteada de flores en su camaleónica coquetería. Si ahora bajo la vista por la ventanilla casi oigo el rumor de los árboles al retorcer sus troncos, encinas venerables que parecen las columnas de la mezquita de Córdoba, tanta vieja elegancia destilan.

Los postes de la luz se yerguen coronados por nidos donde las cigüeñas recortan sus siluetas contra los rabiosos anaranjados de la puesta de sol. Parecen vigías mudos e inmóviles, como si San Simón Estilita, que hizo penitencia 37 años sobre una columna, hubiera podido reencarnarse en su estoicismo.

Han sido mil metros prodigiosos, que concluyen con el cruce hacia Higuera de Vargas. Cuando recorro este paraje escuchando "Going Home" de Dire Straits siento que el alma de Extremadura me recorre con sabores exultantes y un irónico reproche al oído: "fuiste tan lejos, apreciaste el increíble encanto de la sabana y el bosque tropical... pero yo había estado siempre a tu lado". Es cierto; soy un poco torpe, como Jacob: "El Señor está en este lugar y yo no lo sabía" (Gn 28, 16). Pero qué alegría probarlo.

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