Resulta que en el Valle de Matamoros se llevaron el jueves todos los bancos de la iglesia porque los van a tratar contra los xilófagos (qué fino, ¿no?, jejejeje, a José Ángel Losada le gustará esto). Así que la nave quedó prácticamente expedita, y qué curioso verla así:
Qué bonito, los azulejos hacen el dibujo del crismón en el centro. Las sillas de plástico que véis al fondo nos las ha prestado el Ayuntamiento "de mientras". Por cierto que el Ayuntamiento nos ayuda siempre en todo lo que le pedimos, con una gran generosidad; la recogida de los bancos me pilló en la reunión arciprestal pero no importó, ahí mandó la alcaldesa a gente para ayudar a cargar el camión en mitad de la siesta.
A las 11 de la mañana, mientras la gente llegaba y no, coloqué las sillas en círculo. Ya lo venía maquinando: a lo mejor es buena idea aprovechar esta circunstancia tan singular de que no haya bancos para simplemente cambiar... Las caras de la gente al entrar eran para verlas: "¿por qué ha puesto usté las sillas así? - ¿Y por qué no?" ¡Jejeje! He perdido la cuenta de la cantidad de normas estético-litúrgicas que habremos "tuneado" hoy, pero había comunidad, Palabra y pan. El resultado:
Así se lo muestra "National Geographic": muy pequeño, muy sencillo, apenas treinta personas, casi todas muy mayores... pero muy vivo. Sentados así nos veíamos, nos comunicábamos todos con todos, y Jesús estaba en el centro. La iglesia no parecía un cine; hemos charlado, comentado, cantado, reído, orado en voz alta, nos hemos cogido de las manos para recitar el Padrenuestro, y hasta hemos dado los avisos entre todos.
Ya sé que no es una experiencia chiripitifláutica, pero qué queréis que os diga, estos momentos tan frescos me inspiran y me animan. Que a veces la vida de cura de pueblo muy pequeño no es fácil, la realidad pastoral es por momentos tan pobre que te devuelve pocas satisfacciones y apenas "éxitos" en miniatura o en zapatillas. Hoy ha sido pequeño pero muy chulo.
domingo, 26 de febrero de 2012
martes, 21 de febrero de 2012
LA PLAYA EN INVIERNO
Es una gozada, un raro lujo asiático encontrar un par de días libres para escaparme a descansar junto al mar. Mi playa de Isla Cristina está invadida por un delicioso silencio sólo roto por el rumor ronco de las olas.
En febrero, las persianas de los bares están bajadas, como las de tantas ventanas de apartamentos; la heladería, la panadería, están cerradas. Los pinos emergen ahora que hay poca gente, más visibles sin los coches amontonados... Todo parece recobrar una cualidad de estado original, y me encanta.
Al llegar a la playa no están las pasarelas de madera que sirven para recorrer los primeros metros sin abrasarte los pies; se echan de menos las hamacas que se alquilan junto a las sombrillas de paja, no se sufren los estragos de los coches bacaladeros... Sólo esta el mar. Tumbado junto a la inmensidad de la arena, un desierto apenas acariciado por el sol, peinado por la brisa. Es una maravilla.
Paseo hacia La Antilla. Mis pensamientos aletean en torno a unas nubes que se rasgan como si fueran de papel; el mar conoce mis sueños, mis proyectos, mis inquietudes, son muchas horas de compartir kilómetros mirando al horizonte... "Cuando el mar vuelve nunca es el mismo mar", escribe Pedro Guerra, yo tampoco soy el mismo que desde hace 15 años saluda al pequeño faro al pasar, pero ambos somos los mismos, viejos compañeros, la vida siempre es nueva, como la marea...
Veo pescadores que arrastran varias barcas orilla adentro, custodiados por gaviotas graciosamente impertérritas. Me cruzo con apenas tres o cuatro caminantes, por momentos me siento abrumado por esta hermosa soledad de sal. Soledad llena de mar.
El Pepín sí que está abierto, mis padres y yo nos sentamos a tomar una cerveza y un montadito de gambas, charlamos... Un instante único, que ya no volverá (puesto que "La lluvia nunca vuelve hacia arriba") y que intento disfrutar al máximo. La vida se muestra en ocasiones magníficamente simple, con un dulzor que agradezco sorprendido.
En febrero, las persianas de los bares están bajadas, como las de tantas ventanas de apartamentos; la heladería, la panadería, están cerradas. Los pinos emergen ahora que hay poca gente, más visibles sin los coches amontonados... Todo parece recobrar una cualidad de estado original, y me encanta.
Al llegar a la playa no están las pasarelas de madera que sirven para recorrer los primeros metros sin abrasarte los pies; se echan de menos las hamacas que se alquilan junto a las sombrillas de paja, no se sufren los estragos de los coches bacaladeros... Sólo esta el mar. Tumbado junto a la inmensidad de la arena, un desierto apenas acariciado por el sol, peinado por la brisa. Es una maravilla.
Paseo hacia La Antilla. Mis pensamientos aletean en torno a unas nubes que se rasgan como si fueran de papel; el mar conoce mis sueños, mis proyectos, mis inquietudes, son muchas horas de compartir kilómetros mirando al horizonte... "Cuando el mar vuelve nunca es el mismo mar", escribe Pedro Guerra, yo tampoco soy el mismo que desde hace 15 años saluda al pequeño faro al pasar, pero ambos somos los mismos, viejos compañeros, la vida siempre es nueva, como la marea...
Veo pescadores que arrastran varias barcas orilla adentro, custodiados por gaviotas graciosamente impertérritas. Me cruzo con apenas tres o cuatro caminantes, por momentos me siento abrumado por esta hermosa soledad de sal. Soledad llena de mar.
El Pepín sí que está abierto, mis padres y yo nos sentamos a tomar una cerveza y un montadito de gambas, charlamos... Un instante único, que ya no volverá (puesto que "La lluvia nunca vuelve hacia arriba") y que intento disfrutar al máximo. La vida se muestra en ocasiones magníficamente simple, con un dulzor que agradezco sorprendido.
jueves, 16 de febrero de 2012
KILÓMETRO 52
Cuando se viene de Badajoz para los Valles, tras pasar Barcarrota, hay un trozo de naturaleza de una hermosura que siempre me deja sin aliento. El kilómetro 51 es una larga recta, flanqueada por un par de cortijos; se ven vacas pastando antes de que la carretera pique un poco hacia arriba en una curva a la izquierda. La pequeña loma abre a un espectáculo tan precioso como auténtico.
Es inevitable levantar la mirada para encajar el paisaje que invade los ojos, los llena con una mezcla de inmensidad y belleza: al fondo la sierra de San José, grandiosa, como un gigante acostado que velara el sueño de su amor. A ambos lados de la carretera las encinas sobre una alfombra verde, parda, amarilla, blanca, roja, sensible a los caprichos de la estación, moteada de flores en su camaleónica coquetería. Si ahora bajo la vista por la ventanilla casi oigo el rumor de los árboles al retorcer sus troncos, encinas venerables que parecen las columnas de la mezquita de Córdoba, tanta vieja elegancia destilan.
Los postes de la luz se yerguen coronados por nidos donde las cigüeñas recortan sus siluetas contra los rabiosos anaranjados de la puesta de sol. Parecen vigías mudos e inmóviles, como si San Simón Estilita, que hizo penitencia 37 años sobre una columna, hubiera podido reencarnarse en su estoicismo.
Han sido mil metros prodigiosos, que concluyen con el cruce hacia Higuera de Vargas. Cuando recorro este paraje escuchando "Going Home" de Dire Straits siento que el alma de Extremadura me recorre con sabores exultantes y un irónico reproche al oído: "fuiste tan lejos, apreciaste el increíble encanto de la sabana y el bosque tropical... pero yo había estado siempre a tu lado". Es cierto; soy un poco torpe, como Jacob: "El Señor está en este lugar y yo no lo sabía" (Gn 28, 16). Pero qué alegría probarlo.
Es inevitable levantar la mirada para encajar el paisaje que invade los ojos, los llena con una mezcla de inmensidad y belleza: al fondo la sierra de San José, grandiosa, como un gigante acostado que velara el sueño de su amor. A ambos lados de la carretera las encinas sobre una alfombra verde, parda, amarilla, blanca, roja, sensible a los caprichos de la estación, moteada de flores en su camaleónica coquetería. Si ahora bajo la vista por la ventanilla casi oigo el rumor de los árboles al retorcer sus troncos, encinas venerables que parecen las columnas de la mezquita de Córdoba, tanta vieja elegancia destilan.
Los postes de la luz se yerguen coronados por nidos donde las cigüeñas recortan sus siluetas contra los rabiosos anaranjados de la puesta de sol. Parecen vigías mudos e inmóviles, como si San Simón Estilita, que hizo penitencia 37 años sobre una columna, hubiera podido reencarnarse en su estoicismo.
Han sido mil metros prodigiosos, que concluyen con el cruce hacia Higuera de Vargas. Cuando recorro este paraje escuchando "Going Home" de Dire Straits siento que el alma de Extremadura me recorre con sabores exultantes y un irónico reproche al oído: "fuiste tan lejos, apreciaste el increíble encanto de la sabana y el bosque tropical... pero yo había estado siempre a tu lado". Es cierto; soy un poco torpe, como Jacob: "El Señor está en este lugar y yo no lo sabía" (Gn 28, 16). Pero qué alegría probarlo.
lunes, 13 de febrero de 2012
QUÉ BIEN ME LO HE PASAO EN LOS CARNAVALES
¡Pero bien bien! Hacía muchos años que no me atrevía a disfrazarme por la calle (qué vergüenza), pero esta vez me han convencido con el rollo de vestirnos una buena panda. Que se encargaban ellas de elegir el traje y yo les dije: "mirad a ver, que como no me guste me quedo en casa". Pero oyes, no estaba mal (en concreto el de aquí a la derecha) y la compañía mejor. Es un milagro encontrar amigos allá por donde voy, un gustazo que casi no me lo creo.
Mi sobrino Manuel me había pegado una gastroenteritis que me acostó el sábado a mediodía, pero mi peña empezó a entonarse con la comida y así hacer acopio de ánimos para el pasacalles. Eso sí que es superior a mis fuerzas y lo vi como otros años desde la puerta de la iglesia, pero dicen que se lo pasaron tan bien que lo voy a reconsiderar. Lo malo es que me perderé los "homenajes" que me hace la gente al pasar: me saludan, me corean... y me riñen: "¿por qué no te has vestido?".
Me encanta ser una persona normal y corriente, como cualquier otro. Y de hecho a nadie le extrañó verme disfrazado. Me había apuntado a colaborar en la barra y despaché cubatas y montados como hago en la velá de la parroquia; sin problema. Estuve parriba y pabajo y hablé con un montón de personas; de hecho, me dijeron cosas muy bonitas (seguramente bajo los efectos del alcohol): "encantado de conocerte, me han habldo bien de ti", "ayuda que esté usté aquí", "haces lo propio pater, aquí es donde la iglesia tiene que venir". Y es cierto; seguramente en este rato saqué más que con un viaje de misas. Siendo el que soy, "uno de tantos", con el piloto de párroco desconectado, sanamente despojado de mi rol con su solemnidad.
Llegó la hora del bingo; lo habíamos organizado desde la parroquia y todo el mundo tenía a Burkina Faso en la boca; a mi venían a pedirme cartones en mitad de la pista, gente incluso de fuera... Se logró de manera muy sencilla que la solidaridad fuera también parte de la fiesta. ¿No es eso un mecanismo del Reino?
Le puse una copa a Ramón el del bar y nos reímos comentando que "se han cambiado los papeles"... En carnaval cada cual juega a ser quien no es; pero yo soy feliz de empezar a ser yo mismo para esta gente, para mi pueblo. Y no me refiero a ser solamente "el cura", porque eso es fácil y lo tienes el día que llegas. Lo grande, lo que me emociona, son estas palabras:
Uno: "- ¿Quién es tu amigo?"
Nicolás: "- ¿Este, el rey?"
Otro: "- Es el cura"
Nicolás: "- No es el cura, es César, coño".
Mi sobrino Manuel me había pegado una gastroenteritis que me acostó el sábado a mediodía, pero mi peña empezó a entonarse con la comida y así hacer acopio de ánimos para el pasacalles. Eso sí que es superior a mis fuerzas y lo vi como otros años desde la puerta de la iglesia, pero dicen que se lo pasaron tan bien que lo voy a reconsiderar. Lo malo es que me perderé los "homenajes" que me hace la gente al pasar: me saludan, me corean... y me riñen: "¿por qué no te has vestido?".
Me encanta ser una persona normal y corriente, como cualquier otro. Y de hecho a nadie le extrañó verme disfrazado. Me había apuntado a colaborar en la barra y despaché cubatas y montados como hago en la velá de la parroquia; sin problema. Estuve parriba y pabajo y hablé con un montón de personas; de hecho, me dijeron cosas muy bonitas (seguramente bajo los efectos del alcohol): "encantado de conocerte, me han habldo bien de ti", "ayuda que esté usté aquí", "haces lo propio pater, aquí es donde la iglesia tiene que venir". Y es cierto; seguramente en este rato saqué más que con un viaje de misas. Siendo el que soy, "uno de tantos", con el piloto de párroco desconectado, sanamente despojado de mi rol con su solemnidad.
Llegó la hora del bingo; lo habíamos organizado desde la parroquia y todo el mundo tenía a Burkina Faso en la boca; a mi venían a pedirme cartones en mitad de la pista, gente incluso de fuera... Se logró de manera muy sencilla que la solidaridad fuera también parte de la fiesta. ¿No es eso un mecanismo del Reino?
Le puse una copa a Ramón el del bar y nos reímos comentando que "se han cambiado los papeles"... En carnaval cada cual juega a ser quien no es; pero yo soy feliz de empezar a ser yo mismo para esta gente, para mi pueblo. Y no me refiero a ser solamente "el cura", porque eso es fácil y lo tienes el día que llegas. Lo grande, lo que me emociona, son estas palabras:
Uno: "- ¿Quién es tu amigo?"
Nicolás: "- ¿Este, el rey?"
Otro: "- Es el cura"
Nicolás: "- No es el cura, es César, coño".
lunes, 6 de febrero de 2012
EL HOMBRE QUE ME ENSEÑÓ A CONDUCIR
No me ha dado tiempo a despedirme de Don Gregorio; sabía que estaba enfermo y había pensado en pasarme por Cádiz a verle este año, incluso lo había comentado con varias personas, pero no ha podido ser: ha fallecido de repente. De nuevo una parte de mí desaparece, otro trozo de mi historia es fruta madura.
Don Gregorio Calama Barés, salesiano de la cepa misma de Don Bosco; hombre fuerte, recio y religioso, sacerdote hasta la médula. Hombre de una pieza, de carácter salmantino reversible en exquisita amabilidad. Me lo encontré en La Línea de la Concepción, adonde me envió el provincial a mi primera experiencia en un colegio salesiano. Don Gregorio ya tenía experiencia con los cleriguillos maestrillos, y me ayudó enormemente a encajar el batacazo que supone pasar de la vida de estudiante en un "seminario" a la "vida real".
Los profesores, los animadores y la gente del colegio me decía: "es que se comporta como si fuera tu padre". Y era verdad; me protegía, me sugería y me corregía, siempre con un sentido común de sabor salesiano. Recuerdo los "encuentros formativos semanales": me sentaba frente a él en la mesa de su despacho y al principio no lo veía, bajito tras una montaña de papeles; cuando quitaba obstáculos tratábamos los temas y despachábamos asuntos del cole, de la pastoral, nunca me puso pegas, confiaba en mis iniciativas a pesar de ser completamente novato. Mi director como una roca, fiel, ahí, inquebrantable, sin fallar.
Alguna vez yo salía por la noche, y entonces él me esperaba sentado en la sala de la comunidad. Yo sabía que lo hacía no por vigilarme, sino para asegurarse de que estaba bien. Llegaba y lo encontraba dormido con el ABC en las manos; me sentaba a su lado, carraspeaba y fingía ver la tele; entonces él se despertaba, fingía que repasaba el periódico y decía "hasta mañana". Muchas veces este recuerdo me hace sonreir.
Después de comer, a la entrada de los niños a las clases de la tarde, Don Gregorio salía al patio. Y yo con él. Era extraordinario cómo se sabía los nombres de todos, cómo se acercaban a él y con qué simpatía los trataba. Todos los días, como un poste. Su voz retumbaba: "¿Cómo está papá, Javier?"; "hola señorita"... Cómo lo admiraba... Y lo de "señorita", se me ha quedado, se lo digo a las chavalas siempre.
Me saqué el carnet, y Don Gregorio me enseñaba a conducir por el patio de colegio cuando no había nadie (vaya cuadro). Y con aquel mismo Peugeot 309 tuvimos el único accidente de mi vida: nos salimos en una de esas curvas criminales que había entonces en la zona de "La montera del torero". Conducía él, como siempre un poco ligero, empezaba a llover... Dimos varias vueltas de campana pero apenas sufrimos rasguños.
Debió ser en junio de 1995. Llegó el verano y la hora de irme, como tantas veces, a África a pasar un par de meses; pero poco después fue Don Gregorio el que se marchó destinado a Togo. Tenía más de 60 años, pero fue capaz de coger sus bártulos y empezar de nuevo, de reinventarse como persona y como cura en aquellas lejanas tierras. Qué bárbaro.
¡Gracias Don Gregorio! Perdona que no haya encontrado la ocasión de darte un abrazo de despedida. Me hiciste mucho bien cuando estuvimos juntos, pero ¿sabes?, me enseñaste sobre todo cuando diste el salto a África. Tu valentía y tu determinación de entonces son tesoro para mí hoy, ¡sé que no es tarde!
Don Gregorio Calama Barés, salesiano de la cepa misma de Don Bosco; hombre fuerte, recio y religioso, sacerdote hasta la médula. Hombre de una pieza, de carácter salmantino reversible en exquisita amabilidad. Me lo encontré en La Línea de la Concepción, adonde me envió el provincial a mi primera experiencia en un colegio salesiano. Don Gregorio ya tenía experiencia con los cleriguillos maestrillos, y me ayudó enormemente a encajar el batacazo que supone pasar de la vida de estudiante en un "seminario" a la "vida real".
Los profesores, los animadores y la gente del colegio me decía: "es que se comporta como si fuera tu padre". Y era verdad; me protegía, me sugería y me corregía, siempre con un sentido común de sabor salesiano. Recuerdo los "encuentros formativos semanales": me sentaba frente a él en la mesa de su despacho y al principio no lo veía, bajito tras una montaña de papeles; cuando quitaba obstáculos tratábamos los temas y despachábamos asuntos del cole, de la pastoral, nunca me puso pegas, confiaba en mis iniciativas a pesar de ser completamente novato. Mi director como una roca, fiel, ahí, inquebrantable, sin fallar.
Alguna vez yo salía por la noche, y entonces él me esperaba sentado en la sala de la comunidad. Yo sabía que lo hacía no por vigilarme, sino para asegurarse de que estaba bien. Llegaba y lo encontraba dormido con el ABC en las manos; me sentaba a su lado, carraspeaba y fingía ver la tele; entonces él se despertaba, fingía que repasaba el periódico y decía "hasta mañana". Muchas veces este recuerdo me hace sonreir.
Después de comer, a la entrada de los niños a las clases de la tarde, Don Gregorio salía al patio. Y yo con él. Era extraordinario cómo se sabía los nombres de todos, cómo se acercaban a él y con qué simpatía los trataba. Todos los días, como un poste. Su voz retumbaba: "¿Cómo está papá, Javier?"; "hola señorita"... Cómo lo admiraba... Y lo de "señorita", se me ha quedado, se lo digo a las chavalas siempre.
Me saqué el carnet, y Don Gregorio me enseñaba a conducir por el patio de colegio cuando no había nadie (vaya cuadro). Y con aquel mismo Peugeot 309 tuvimos el único accidente de mi vida: nos salimos en una de esas curvas criminales que había entonces en la zona de "La montera del torero". Conducía él, como siempre un poco ligero, empezaba a llover... Dimos varias vueltas de campana pero apenas sufrimos rasguños.
Debió ser en junio de 1995. Llegó el verano y la hora de irme, como tantas veces, a África a pasar un par de meses; pero poco después fue Don Gregorio el que se marchó destinado a Togo. Tenía más de 60 años, pero fue capaz de coger sus bártulos y empezar de nuevo, de reinventarse como persona y como cura en aquellas lejanas tierras. Qué bárbaro.
¡Gracias Don Gregorio! Perdona que no haya encontrado la ocasión de darte un abrazo de despedida. Me hiciste mucho bien cuando estuvimos juntos, pero ¿sabes?, me enseñaste sobre todo cuando diste el salto a África. Tu valentía y tu determinación de entonces son tesoro para mí hoy, ¡sé que no es tarde!
jueves, 2 de febrero de 2012
"LO QUE QUIERO AHORA", DE ÁNGELES CASO
Mi amiga Mamen Torralba me ha enviado esta columna de Ángeles caso (aquí a la derecha). Me han parecido unas palabras magníficas, plenas de sentido y verdad, que nos viene bien escuchar. Así que os las pongo y que las disfrutéis.
Será porque tres de mis más queridos amigos se han enfrentado inesperadamente estas Navidades a enfermedades gravísimas. O porque, por suerte para mí, mi compañero es un hombre que no posee nada material pero tiene el corazón y la cabeza más sanos que he conocido y cada día aprendo de él algo valioso. O tal vez porque, a estas alturas de mi existencia, he vivido ya las suficientes horas buenas y horas malas como para empezar a colocar las cosas en su sitio. Será, quizá, porque algún bendito ángel de la sabiduría ha pasado por aquí cerca y ha dejado llegar una bocanada de su aliento hasta mí. El caso es que tengo la sensación –al menos la sensación– de que empiezo a entender un poco de qué va esto llamado vida.
Casi nada de lo que creemos que es importante me lo parece. Ni el éxito, ni el poder, ni el dinero, más allá de lo imprescindible para vivir con dignidad. Paso de las coronas de laureles y de los halagos sucios. Igual que paso del fango de la envidia, de la maledicencia y el juicio ajeno. Aparto a los quejumbrosos y malhumorados, a los egoístas y ambiciosos que aspiran a reposar en tumbas llenas de honores y cuentas bancarias, sobre las que nadie derramará una sola lágrima en la que quepa una partícula minúscula de pena verdadera. Detesto los coches de lujo que ensucian el mundo, los abrigos de pieles arrancadas de un cuerpo tibio y palpitante, las joyas fabricadas sobre las penalidades de hombres esclavos que padecen en las minas de esmeraldas y de oro a cambio de un pedazo de pan.
Rechazo el cinismo de una sociedad que sólo piensa en su propio bienestar y se desentiende del malestar de los otros, a base del cual construye su derroche. Y a los malditos indiferentes que nunca se meten en líos. Señalo con el dedo a los hipócritas que depositan una moneda en las huchas de las misiones pero no comparten la mesa con un inmigrante. A los que te aplauden cuando eres reina y te abandonan cuando te salen pústulas. A los que creen que sólo es importante tener y exhibir en lugar de sentir, pensar y ser.
Y ahora, ahora, en este momento de mi vida, no quiero casi nada. Tan sólo la ternura de mi amor y la gloriosa compañía de mis amigos. Unas cuantas carcajadas y unas palabras de cariño antes de irme a la cama. El recuerdo dulce de mis muertos. Un par de árboles al otro lado de los cristales y un pedazo de cielo al que se asomen la luz y la noche. El mejor verso del mundo y la más hermosa de las músicas. Por lo demás, podría comer patatas cocidas y dormir en el suelo mientras mi conciencia esté tranquila.
También quiero, eso sí, mantener la libertad y el espíritu crítico por los que pago con gusto todo el precio que haya que pagar. Quiero toda la serenidad para sobrellevar el dolor y toda la alegría para disfrutar de lo bueno. Un instante de belleza a diario. Echar desesperadamente de menos a los que tengan que irse porque tuve la suerte de haberlos tenido a mi lado. No estar jamás de vuelta de nada. Seguir llorando cada vez que algo lo merezca, pero no quejarme de ninguna tontería. No convertirme nunca, nunca, en una mujer amargada, pase lo que pase. Y que el día en que me toque esfumarme, un puñadito de personas piensen que valió la pena que yo anduviera un rato por aquí. Sólo quiero eso. Casi nada. O todo.
Será porque tres de mis más queridos amigos se han enfrentado inesperadamente estas Navidades a enfermedades gravísimas. O porque, por suerte para mí, mi compañero es un hombre que no posee nada material pero tiene el corazón y la cabeza más sanos que he conocido y cada día aprendo de él algo valioso. O tal vez porque, a estas alturas de mi existencia, he vivido ya las suficientes horas buenas y horas malas como para empezar a colocar las cosas en su sitio. Será, quizá, porque algún bendito ángel de la sabiduría ha pasado por aquí cerca y ha dejado llegar una bocanada de su aliento hasta mí. El caso es que tengo la sensación –al menos la sensación– de que empiezo a entender un poco de qué va esto llamado vida.
Casi nada de lo que creemos que es importante me lo parece. Ni el éxito, ni el poder, ni el dinero, más allá de lo imprescindible para vivir con dignidad. Paso de las coronas de laureles y de los halagos sucios. Igual que paso del fango de la envidia, de la maledicencia y el juicio ajeno. Aparto a los quejumbrosos y malhumorados, a los egoístas y ambiciosos que aspiran a reposar en tumbas llenas de honores y cuentas bancarias, sobre las que nadie derramará una sola lágrima en la que quepa una partícula minúscula de pena verdadera. Detesto los coches de lujo que ensucian el mundo, los abrigos de pieles arrancadas de un cuerpo tibio y palpitante, las joyas fabricadas sobre las penalidades de hombres esclavos que padecen en las minas de esmeraldas y de oro a cambio de un pedazo de pan.
Rechazo el cinismo de una sociedad que sólo piensa en su propio bienestar y se desentiende del malestar de los otros, a base del cual construye su derroche. Y a los malditos indiferentes que nunca se meten en líos. Señalo con el dedo a los hipócritas que depositan una moneda en las huchas de las misiones pero no comparten la mesa con un inmigrante. A los que te aplauden cuando eres reina y te abandonan cuando te salen pústulas. A los que creen que sólo es importante tener y exhibir en lugar de sentir, pensar y ser.
Y ahora, ahora, en este momento de mi vida, no quiero casi nada. Tan sólo la ternura de mi amor y la gloriosa compañía de mis amigos. Unas cuantas carcajadas y unas palabras de cariño antes de irme a la cama. El recuerdo dulce de mis muertos. Un par de árboles al otro lado de los cristales y un pedazo de cielo al que se asomen la luz y la noche. El mejor verso del mundo y la más hermosa de las músicas. Por lo demás, podría comer patatas cocidas y dormir en el suelo mientras mi conciencia esté tranquila.
También quiero, eso sí, mantener la libertad y el espíritu crítico por los que pago con gusto todo el precio que haya que pagar. Quiero toda la serenidad para sobrellevar el dolor y toda la alegría para disfrutar de lo bueno. Un instante de belleza a diario. Echar desesperadamente de menos a los que tengan que irse porque tuve la suerte de haberlos tenido a mi lado. No estar jamás de vuelta de nada. Seguir llorando cada vez que algo lo merezca, pero no quejarme de ninguna tontería. No convertirme nunca, nunca, en una mujer amargada, pase lo que pase. Y que el día en que me toque esfumarme, un puñadito de personas piensen que valió la pena que yo anduviera un rato por aquí. Sólo quiero eso. Casi nada. O todo.