En medio de la reunión del grupo juvenil, llamada de
Galileu: hoy no ha llegado porque en la
tarde ha muerto su hermanito, que tenía nueve meses. “¿Y qué ha pasado, cómo ha sido?” – le pregunto. “Por maldad. Alguien le ha mandado algo malo”.
Al rato nos encajamos toditos en la casa, y sin saberlo comienza una de las historias
más extrañas y escalofriantes de mi vida.
La estancia es reducida, de madera, pobrísima. El cuerpo del bebe está sobre una mesa
con una especie de mantel que antes debió ser blanco, envuelto en otra tela
blanquecina hasta la barbilla, como una pequeña momia. En los costados del
cadáver hay sendas tablas donde han colocado de pie algunas velas encendidas.
La estampa me impresiona por tétrica, pero lo que la rodea todavía me impacta
más.
En un banco desportillado se sientan algunas mujeres: la
abuela de Galileu, su hermana que amamanta otro bebe, un par de tías… La mamá del muertito está tirada en el
piso, llora mientras se tapa los ojos con un pañuelo. Y junto al cadáver,
un montón de niños moviéndose, jugando, comiendo… De vez en cuando alguna
primita se acerca para botar los bichos que trepan por el cuerpo del bebe. Dos
o tres hombres están sentados en la entradilla, con el torso desnudo, alguno también
cena.
Pedimos permiso para orar un momento. La mamá se acerca y mientras rezamos el padrenuestro intenta cerrar
completamente los ojos de su hijo muerto, sin conseguirlo. Salen olores de la
cocina contigua, alguien trae un par de sillas de plástico más. Por la noche
soñaré con el bebe, mi oído visitado por la canción de Serrat “¿Qué va a ser de ti lejos de casa? Nena, qué
va a ser de ti?”, que logra desbordar en mí una catarata de ternura triste,
y esta vez fúnebre. Allí está, pequeñito, muerto sobre esa mesa, que mañana servirá
para el almuerzo; inerte, frío como el barro, pero sin siquiera arrancar un silencio. Se llamaba Fabio.
Pregunto a Galileu qué pasa con el ataúd, y me dice que sus
tíos están por llegar y ellos lo van a resolver. El muchacho tiene solo 17 años
y ahora también llora, sobrepasado por la situación. Al día siguiente es domingo, en la tarde regresamos y todo se encuentra
en el mismo punto: la suciedad y el desorden, la casa repleta, y el bebe tal y
como, si acaso con más moscos y botando líquido por la boquita
entreabierta, como los ojos. Ya llegó hace horas uno de los tíos del bebe, pero
nadie ha hecho nada. Le digo “vamos a buscar un ataúd”.
El encargado de eso está en la canchita viendo el fut-sal
del domingo por la tarde. Con su ayuda ubicamos por celular al regidor y quedamos
para conversar con él en la casa misionera. Es un hombre joven, y nos explica
que la Municipalidad recibe ataúdes de una empresa de Iquitos para familias con
pocos medios, pero que para entregarlo necesitan en este caso fotocopias de los
DNIs de los padres, del niño, y el acta de defunción. El bebe no tiene papá ni DNI, bastará con el de la mamá, pero el
certificado de defunción hay que pedirlo en el Centro de Salud, donde fue
atendido el niño por bronconeumonía severa un par de días antes de morir.
Salimos a buscarlo.
Esperaste en el sillón y luego en
el balcón a la pequeña.
Y de punta a punta de la ciudad
preguntaste a los vecinos y
saliste a los caminos.
Quién sabe dónde andará...
La gerente del Centro está en Iquitos; su reemplazante, el
doctor Albán, tampoco está. En Emergencias nos dicen que hay que volver al día
siguiente. Se lo cuento al regidor y me dice que nos dan el ataúd si le prometo
que yo iré a primera hora a pedir ese documento, y así quedamos. Al almacén
municipal llega otro tío del bebe, y juntos llevamos el féretro blanco a la
casa en una comitiva cuanto menos pintoresca. Al llegar, el operario pide que prueben si el niño cabe, pero resulta
que “no le hace”; insiste diciendo que le ubiquen doblándole las piernas,
pero una de las mujeres pone mala cara y el trabajador municipal cede y dice
que van a ir a por una caja mayor. Todas las operaciones de colocación del
cadáver son seguidas por una nube de niños (conté 17) entre curiosos,
divertidos y pasmados.
Mientras regresan con otra talla de ataúd bromeamos con los
críos, hay una Brenda que me sonríe con
una simpatía sin dientes y pienso que no comprendo nada, pero al menos ese encanto
le da un respiro a mi corazón. Igual que la noche anterior, se come, se
conversa, se convive con la muerte con una naturalidad estremecedora, como si
no pasara nada. Galileu no aparece porque está toda la tarde jugando al fútbol;
su tío se despide, que se va a bañar. Finalmente llegan, dejan la nueva caja y parece
que ahí nomá… Solo porque mi compañera
Eunice insiste ponen al bebe en el ataúd, porque no tenían intención (¿para qué
habremos andado todo esto pues?).
No todavía acaba. Al día siguiente este bebito será enterrado
en Benjamin Constant (acá en Islandia no puede haber cementerio, quedaría
cubierto por el río. Todos dan con sus huesos en un país extranjero…) mientras
a mí me negarán el acta de defunción porque el niño murió donde un curandero (…)
y acabaré haciendo yo mismo un certificado que esperemos que al regidor le
sirva. En la noche notaré que estoy agotado. Me conozco y sé que me deja sin fuerzas la contemplación del semblante
de la miseria, y aún más cuando está escrita con crueldad implacable en el día
a día, ataviada de espontaneidad y hecha pensamiento, valor, costumbre y
percepción.
Tu amor… amor sobre las rodillas.
Caballito trotador.
Qué va a ser de ti
lejos de casa...
Para Fabio