sábado, 30 de diciembre de 2023

UN AÑO SIN PARAR

 
Hace poco el padre Javier González, de Pebas, conversando en el muelle mientras esperábamos a que llegara el ferry, me dijo: “seguro que pasas más tiempo por ahí viajando que en Punchana”. Me quedé callado, le miré y le dije: “no lo sé, pero lo puedo averiguar y ya te contaré”. Y como ya le queda poco a este 2023 y es época de balances, me he puesto a echar cuentas.

El registro canta que este año he llegado a todos los puestos de misión (los 16) del Vicariato con la visita “oficial”, es decir: tres o cuatro días con programa de reuniones con los misioneros, el consejo de pastoral, jóvenes, etc., conversaciones con personas, celebraciones… En dos puestos (Angoteros y Orellana) esta visita fue la única del año, aunque fue muy bonita.

Al resto de lugares (14) he ido y he regresado en estancias más breves y para otras cuestiones: dos veces a Tacsha Curaray, Soplín Vargas, Santa Rosa, Pebas y San Pablo (5 puestos); tres veces a Islandia, Aucayo, Tamshiyacu, Mazan y Yanashi (5); cuatro veces a Caballo Cocha y Santa Clotilde (2); cinco veces al Estrecho y más todavía a Indiana, sede del Vicariato. He atendido la Confirmación en siete puestos, 12 celebraciones en total.

Estaba encargado de asistir como presbítero a Estrecho, por eso he estado más allí y reconozco que lo he disfrutado y los voy a extrañar. Veo también que debería haber acompañado mejor a Yanashi y Orellana, y ya les pedí disculpas por ello; y algo parecido pasó con Tacsha Curaray. Siento que les debo dedicar más tiempo y esfuerzo justamente a aquellos puntos donde no hay misioneros y los laicos locales son los responsables de todo.

Las estadísticas arrojan que el 29% de los días de 2023 los pasé en Punchana, donde resido, trabajando en la sede central del Vicariato en reuniones, tareas administrativas, etc. En cambio, un 46% del tiempo estuve fuera: en las diferentes visitas, viajes, recorridos, y en encuentros y actividades vicariales. Casi la mitad de mi vida se ha desarrollado en las cabeceras parroquiales y las comunidades ribereñas e indígenas por todo nuestro territorio.

Si hacemos un poco de trampa y el consideramos para el cálculo únicamente los meses que he pasado en la selva, es decir, restando las vacaciones en España y los tiempos en Lima, la proporción sube: el 62% de los días anduve por esos ríos y el 38% en la oficina. Casi nada.

¿Cómo me siento ante estas cifras? Sorprendido, aunque no tanto, porque me lo barruntaba; satisfecho; cansado; convencido de que es una barbaridad y a la vez es muy gratificante y necesario; más conocedor de la realidad y con las ideas más claras acerca de dónde, cuándo y cuánto ir, y qué hacer; un poco “pasado de rosca” y necesitado de reposo corporal y mental. Ha sido demasiado; ya conté acá lo que supone ese trajín y toca hacerle la raíz cuadrada.

En el capítulo de momentos poco afortunados, hay varias entradas en la cuota de coscorrones que te llevas por ser medio jefe. En algún caso lo encajé mejor, otras veces peor y voy aprendiendo que lo más constructivo es no reaccionar ante la irracionalidad y seguir siendo dueño de tus silencios. Pero ganó por goleada el diálogo franco y la acogida de los misioneros, que normalmente te brindan lo mejor y se desviven con detalles de fraternidad.

Y lo más hermoso, de largo, ha sido el encuentro con la gente, los laicos de las comunidades, los agentes de pastoral, el pueblo menudo. Me encanta ser reconocido, poder llamar a unos y a otros por su nombre, tener mis conexiones personales… Incluso en un par de ocasiones yo mismo he presentado a alguien a algún misionero recién llegado. Y siempre siempre, su agradecimiento sincero y cristalino; eso compensa todas las fatigas y los sobreesfuerzos. Con eso me quedo.

Así termina esta vuelta del río de la vida. He tratado de ofrecer mi servicio lo mejor que he podido, con aciertos y errores, pero misioneramente. Gracias Señor por tanto. Feliz año nuevo.

sábado, 23 de diciembre de 2023

EL REVERSO DEL ESPEJO


He ido descubriendo estos años una verdad: los contrastes, a veces brutales, de este mismo mundo en que vivimos, están engastados entre sí. Y una parte esencial del trabajo de los misioneros es hacer de puente para que esa conexión sea luminosa y haga felices, al menos, a algunas personas de ambas caras de la moneda.

Esta tarde en Yanashi, este lugar donde parece que el tiempo se detiene porque no hay electricidad, ni señal telefónica ni internet, me viene a la memoria muy vívidamente el breve rato (disculpen por el apuro) que pasé en septiembre en Fuentes de León, justo ahora hace tres meses. Su párroco José Rubio, compañero de mil batallas en los pueblos que compartimos (Atalaya, La Lapa, Zafra y su zona), me había invitado a celebrar la Eucaristía y allí me planté.

Llegué sobre todo para dar las gracias. El año pasado, después de leer una entrada de este blog (“Internados de hambre”), la gente de la parroquia de Fuentes se sensibilizó, se sintió vinculada con esta realidad concreta de nuestra selva, donde la supervivencia diaria es una batalla cotidiana, silenciosa y feroz. Si te asomas con el corazón abierto al lienzo que es esta tierra, te expones a que esos tonos agridulces te canten la verdad: que tú eres parte de la composición y no puedes dormirte (“¡despierta!” es el grito del primer domingo de Adviento, el día en el que escribo).

Las voluntades se movilizaron, los esfuerzos se aunaron y los sueños se compartieron. Planearon armar una barra en la fiesta de la Virgen de los Ángeles, y el beneficio que sacaran lo enviarían a un par de residencias de estudiantes muy necesitados, en concreto para mejorar su alimentación. Quienes hayan montado un bar en una verbena o una velá de verano en España sabe la chamba (el trabajazo) que supone eso: comprar, acarrear esas planchas metálicas, congeladores, turnos de atención, parrillas, hielo, tickets… Y por no hablar de los días que se realiza el evento: bregas hasta la madrugada y de yapa, cuando estás reventao, a guardar; y el último día el peor, recoger todo y llevar.

Es decir, que el pueblo lindo que conocí aquel domingo se sacó el ancho para ayudar a jóvenes del río Yavarí y del río Putumayo a los que jamás habían visto, y de cuya existencia recién habían tenido noticia lejana por un cacho escrito en la red. Wow. Esa generosidad solo puede ofrecer suculentas ganancias en forma de sonrisas, ilusión, ánimos, tesón y satisfacción para aquellos que se atreven a materializarla en gestos reales, de los que hacen sudar.

Les conté de primera mano lo que sufren los muchachos, la miseria que les persigue implacable, cercenándoles oportunidades; y también les hablé de su alegría cuando supieron que alguien había pensado en ellos, y que gracias a esa solidaridad podrían comer carne, verdura, pescado y fruta. Por supuesto que no se resuelve el problema, que es mucho más estructural y complejo, pero se alivia alguito la escasez, y los chicos se sienten queridos y cuidados, aun en la distancia y por personas que nunca han visto y probablemente nunca verán. Quizás sea esto todavía más hermoso.

Los chavales de Islandia me agradecieron con pancarta y chocolatada (foto abajo), y me entregaron unos preciosos dibujos que habían hecho sobre chambira tejida, para la comunidad de Fuentes, y que fueron ofrecidos en aquella misa. Es para ellos el reconocimiento, y no tanto para mí… ¿o sí? Porque los misioneros tenemos el ministerio de bombear la corriente que une por dentro los vasos comunicantes que son el norte y el sur, para que la vida fluya; somos catalizadores de un encuentro que es siempre fecundo.

Cuando voy a España, rara vez pido dinero; solo en algunas ocasiones, y para proyectos medio grandes, en lugares de mucha confianza. Pero la gente da espontáneamente, comparte modestas sumas que servirán para paliar pequeñas o grandes pobrezas. Nos nombran así a los misioneros encargados de unir vidas anónimas y sumar destinos; solo recibo (y escribo) para facilitar ese nexo, para que cada cual -allá y acá- pueda mirarse al espejo y contemplar, en su propia imagen, el rostro del otro diferente y hermano, que en realidad eres tú mismo, al otro lado.

¡Feliz Navidad! Y gracias a todos.



sábado, 16 de diciembre de 2023

UNA MÍSTICA EN CABALLO COCHA


Raramente ocurre que una persona que veo por primera vez y con quien paso apenas un rato me cause un impacto semejante. Se llama Amparo y es la señora que ocupa el centro de la foto. Fue el otro día en Caballo Cocha, donde ella vive hace unos dieciocho años, según me contó. Desde entonces me acompaña la exquisita melodía de su humildad robusta.

Ya me había hablado Matías de ella, y seguro que eso me predispuso positivamente, pero conocerla superó todas mis previsiones. Se trataba de conversar con el equipo de Manos Unidas (Mariana y José, en los extremos de la imagen) acerca de las problemáticas sociales de Caballo Cocha, que es la única población del Vicariato que puede considerarse una ciudad, y con todos los aderezos de la frontera: conflictividad, migración masiva, desempleo, violencia, trata, abusos, narcotráfico y por supuesto consumo de drogas.

Muchas de estas lindezas fueron desfilando por el diálogo, hasta que nos centramos en la última, cuando Amparo nos fue narrando su experiencia. Ella tiene una tiendita en una calle, y veía casi a diario pasar a los yonquis hacia una afuera o pedazo de monte que hay en ese barrio; la gente lo llama “la olla” o “el agujero”, y allí se van a refugiar los jóvenes que están atrapados por ese veneno.

Amparo se fue acercando a ellos, me imagino que con esos modales considerados y ese hablar suave. Es una mujer más bien menuda, de tez morena, bordeando los cincuenta; mamá de cinco hijos y viuda desde la pandemia. Con determinación, pero con paciencia y delicadeza, se fue ganando su confianza, les hizo sentir que merecían atención, les transmitió el cariño de una madre.

Los drogadictos son en esta sociedad rechazados y ocultados a partes iguales. Don Héctor (segundo por la derecha) refirió que se les trata como a rateros, maleantes, gente peligrosa y sin remedio; los papás a menudo los botan de la casa y van cargando con ese estigma al que se añaden el hambre, la soledad y la necesidad apremiante de consumir. Porque acá lo que se meten es PCB, pasta básica de cocaína, es decir, la coca después del primer procesado, extraída pero sin refinar, altamente tóxica, con un efecto muy breve (unos 15 minutos) y extremadamente adictiva.

Cuando pasa el bienestar que proporciona esa cochinada, los jóvenes caen en un terrible estado de excitación y ansiedad, buscan como sea otra dosis, el síndrome de abstinencia es demoledor. Amparo les calma, los lleva a su casa, los baña, les ofrece una comida caliente – jamás les da plata. Dice que le han robado muchas veces, y otras tantas han regresado avergonzados a por un poco de descanso y solidaridad.

“Porque ellos son buenos, no son malos. Solo necesitan que los acojan humanamente y los escuchen”. Únicamente Amparo puede ingresar en “la olla” con seguridad, porque la conocen. Saben que no van a recibir una ración de palos, como es frecuente, sino unas gotas de comprensión. “Poco a poco los voy convenciendo para que se vayan a un centro de rehabilitación que hay en Tabatinga”. Y los lleva ella misma, pagando de su bolsillo los pasajes. Sueña con una casita donde puedan estar cuidados mientras hacen este proceso.

Amparo no es católica, es de una iglesia evangélica. Cree en la capacidad de los adictos para regenerarse y rehacer su vida, porque “para Dios todo es posible”. Lo ha visto muchas veces y siente una satisfacción enorme; aunque se acuerda de otros momentos en que ha encontrado los huesos nomás… ha llegado tarde… (Ez 37). Al relatar todo esto, se emociona hasta las lágrimas y una oleada de ternura llega hasta mí.

¿Y cómo es que está trabajando junto a la parroquia? Conoció a la hermana Berta (religiosa franciscana, la que queda por señalar en la foto) en las faenas callejeras del grupo de pastoral social. Y Berta pide a Amparo que pronuncie una oración antes de despedirnos. Cierra los ojos y mientras habla puedo sentir esa fuerza, esa convicción, esa fe con piernas propia de los místicos; ruego que se me contagie algo, y pienso que el amor creyente es el único antídoto contra el mal que destruye lo humano. Así es como Dios salva.

sábado, 9 de diciembre de 2023

PASTOR BUENO


El ruido que hacen árboles que caen, o que, sin caer, expelen fealdad y concitan rechazo, puede ser modulado y compensado por la maravilla cotidiana de personas buenas, que, con discretas heroicidades de andar por casa, hacen que la vida se alce bella. En el caso del obispo Joaquín Pinzón, la Iglesia muestra su rostro más amable en medio de tantas turbulencias.

Es Joaquín un hombre joven, aunque lleva ya diez años como el primer pastor del Vicariato Apostólico de Puerto Leguízamo-Solano, en la Amazonía colombiana. Forma parte de los misioneros de la Consolata, la congregación que lleva desde la mitad del siglo pasado recorriendo esos territorios bravos y apasionantes; y no ha dejado de ser misionero no.

Al llegar a Leguízamo me da un abrazo que transmite sinceridad y jovialidad. Se preocupa de que estén listos todos los detalles del alojamiento. Observo cómo acoge a quienes van llegando a la Minga Amazónica Transfronteriza. Con ese carácter simple, discreto y abierto, creo que cada persona se siente considerada e importante junto a Joaquín. Eso es lo que logran con naturalidad quienes son humildes y atentos.

Estoy acá en representación de mi obispo; pero no soy obispo. Y Joaquín se esmera para que mi Vicariato tenga su lugar y yo pueda intervenir cuando corresponde, superando con delicadeza esa diferencia de funciones o grados de autoridad. Lo logra con gestos concretos, y sobre todo con el trato sencillo, llano, cordial y sin aparatos. Sobre su pecho, la cruz de madera cae como un guante.

Nos vamos a Puerto Lupita a celebrar los sacramentos, entre ellos la Confirmación. Joaquín se coloca un sombrero y unas zapatillas de deporte, sube al bote y desde el primer momento se nota que con la gente está en su elemento. Conversa, ríe… no hay en él gravedad, ni menos solemnidad, hay cercanía, y eso el pueblo menudo lo detecta con su intuición infalible.

De hecho, a pesar de que hay mucho gentío y bastante barullo, calor asfixiante, pocas sillas y niños por todas partes, a Joaquín no se le ve un mal gesto, sonríe todo el rato, explica con calma. Al final de la misa, posa con infinita paciencia para las mil fotos que quieren hacerse con el obispo; y aunque intentamos escaparnos, nos obliga a que estemos ahí también. Nadie puede sentirse desplazado cerca de él.

Quiere que sea yo quien bautice, y que conduzca la celebración. Al día siguiente, en Soplín, el día de la inauguración de la nueva casa de los misioneros y de la ampliación de la capilla, me insiste para que yo haga la homilía, porque estamos “en mi jurisdicción” aunque él es quien preside, lógicamente. Todo fluye, estamos orgullosos de estar juntos y de ser iglesias gemelas, en las dos orillas del río que nos une.

En otra ocasión fuimos a celebrar la fiesta patronal de Yarinal, verdadero santuario de la Consolata en el Putumayo. Joaquín encabezaba un bote con más de treinta personas. En la Eucaristía, a pesar de que estamos en el lado colombiano, me pidió que dijera unas palabras. Después del almuerzo, Joaquín propuso jugar un partido de baloncesto 😯, y ahí armamos una insensata pachanga bajo el sol de las dos de la tarde; transpiramos, pero reímos, bromeamos y nos divertimos, y el primero el obispo, como uno más.

Hay también estos días reuniones donde tratamos, sobre todo, acerca de cómo asegurar que el equipo de Soplín siga siendo consistente el próximo año. Joaquín escucha con destreza y, cuando le toca, ofrece un hablar franco y claro, con una asertividad adornada de amabilidad que genera, espontáneamente, confianza.

Es domingo en la noche y no hay cocinera. Joaquín prepara sándwiches tostaditos de jamón y queso porque en la mesa nos juntamos algunos misioneros e invitados. Pregunta por alguno que falta, ¿dónde va a cenar? Hay varias tandas de bocatas, quiere que repitamos, me recuerda a mi abuela en su pertinaz invitación, y me doy cuenta de que para mí ese es uno de los mejores piropos.

Es una presidencia, en general una vida y una acción la de Joaquín muy análoga a la de Jesús: suave, sin alardes, lejos de la ostentación y experta en servicio. Así son los pastores que necesitamos, los que empatan con una Iglesia sinodal, de abajo y misionera, y con esas actitudes, la tejen.



sábado, 2 de diciembre de 2023

UN KEKE HECHO CON SUS PROPIAS MANOS


Alau* Tacsha Curaray. Este lugar y esta gente me provocan una singular combinación de afecto, compasión, admiración e indignación. Es, de todo nuestro territorio vicarial, el puesto misionero que creo que no logramos atender y acompañar como ellos se merecen. Pero, paradójicamente, son los más agradecidos.

Este año, las dos veces que los he visitado, me han recibido a pie del puerto los jóvenes y algunos adultos, con pancarta: “GRACIAS PADRE CÉSAR VICARIO GENERAL”. El otro día tuvieron que caminar por una inmensa playa a causa del nivel bajísimo de las aguas del Napo; era a mediodía, la hora habitual de llegada del deslizador, y es increíble cómo la playa se torna un inclemente desierto cuando ese sol alto golpea duro. La arena abrasa los pies, no hay dónde refugiarse, se queman las nucas y las pantorrillas… pero ahí estaban.

Toca la confirmación y, ahora que no nos oye nadies, confieso que siempre estoy deseando que el obispo me pida que venga acá porque me encanta este lugar, como ya he contado en otras ocasiones. Esta vez me alojo en casa de doña Angélica, técnica de la posta de Santa María, porque la casa misionera está ocupada por el personal sanitario a causa de las obras que se están efectuando en el edificio. De modo que allá dejo la mochila y al toque nos echamos a caminar por la pista bajo el solazo buscando el almuerzo.

En San Luis, la señora Roswita tiene una nueva casa, y ella me va a invitar a las comidas en estos días. Es una mujer joven y valiente que saca adelante a sus cuatro hijos ella solita, como es desgraciadamente habitual en este país. En la tarde va a haber una reunión, de modo que me quedo dormitando en la mecedora con el fondo sonoro de los pequeños Aitana y Matius, el amable rumor de la vida.

El equipo parroquial, bien capaz y responsable, ha organizado las cosas para que este rato haya ensayo, y así lo hacemos, dejándolo todo preparado para mañana; solo falta el detalle de las hostias para la misa, que no he traído, pero se va a resolver porque don Olmedo tiene. Nos queda un rato para irnos a bañar a la playa; don Jesús me da un cachuelo rapidito a Santa María en moto para que me cambie de ropa y listo.

Pasamos a la playa en dos peque peques; el mío con lo justo de gasolina, el otro remando. Somos una mancha de 15 personas; para los chicos es una diversión completa y no muy frecuente ir a la playa a divertirse y remojarse. Jugamos a “1 X 2” un buen rato, nos perseguimos, nos hacemos ahogadillas, se puede nadar porque hay poquito caudal y calmado.

En la noche regreso a donde Roswita y encuentro a casi todos los muchachos allí. Han colaborado de su bolsillo y han comprado los implementos para hacer un keke con el que invitar a quienes acudan mañana a la celebración de los sacramentos. Todos ayudan a traer ingredientes, vasijas, agua… Dos chicas van removiendo la masa con sus propias manos, entre risas. La foto es de antes de que se fuese la luz, cenando.

Estoy escribiendo desde Santa Clotilde, adonde llegué después de la ceremonia en Tacsha; participo en la Confirmación de acá, puesto de misión grande y poderoso, con muchos misioneros, y siento el contraste. En Santa se confirman 60, en Tacsha 8; acá hay una torta inmensa pituca, para más de 120 personas, allá ese kekecito cocido al fuego dentro de una olla; acá hay obispo, solapines, megafonía, danza, orquesta y multitud de padrinos y madrinas… en Tacsha cantamos a palo seco, sin electricidad, y ninguno de los misioneros acompañó a este pichiruchi, que además aceptó ser padrino de doña Odis porque no tenía.

Quiero a Tacsha, quiero a este pueblo. Porque me tratan maravillosamente y porque son los que más necesitan una presencia animadora, y las manos sacerdotales. Les quiero, y por eso reconozco que cada vez que puedo les ayudo; les envíe cristales o calaminas para cambiar lo que estaba roto en las capillas; he pedido ayuda para que el grupo juvenil tenga sus polos; y el año pasado les apoyé para Navidad con chocolatada y juguetes. Ahora que Dolo se ha ido a la eternidad, confío en que lleguen de nuevo pequeños compartires para que puedan festejar bonito.

Les quiero porque se les rompe la boca de decir gracias a toda hora. Esa es la lógica de los más pobres: agradecer lo poco que reciben más que exigir lo mucho que en justicia se les debe. No olvidaré ese keke, que me prende de ternura el corazón. Y todavía para mí hubo repechaje.

* Alau es una expresión regional, un quechuanismo adaptado; significa “qué lástima”, “pobrecitos”…