martes, 28 de marzo de 2017

(#UnaSolaFuerza)


Hago un paréntesis de la narración de las peripecias de mi viaje por la selva para contar algo de lo que está pasando en el Perú, la experiencia que estamos viviendo y que, sorprendentemente, nos implica a todos, incluso a los que no estamos sufriendo la catástrofe en primera persona. Las imágenes han dado la vuelta al mundo y, si bien son terribles, concuerdan con la magnitud de la campaña que está poniendo en pie nuestro país y que se llama #UnaSolaFuerza.

Primero una mijita de ciencia. ¿Por qué semejantes lluviones? ¿Qué es eso de El Niño Costero? ¿Pero no era El Niño a secas (si se me permite el chiste malo)? Las lluvias se producen porque el mar se calienta anormalmente y muy rápido, en este caso unos diez grados, pasando de 21 a 30º C de temperatura superficial. ¿Por qué? En El Niño normal se debe a las ondas Kelvin, corrientes calientes que llegan desde Australia pero tardan de tres a cuatro meses, con lo que se pueden prevenir las lluvias y prepararse el personal; pero en El Niño Costero el agua del Pacífico se calienta debido a un fenómeno meteorológico local que tiene que ver con el debilitamiento de los vientos fríos que recorren las costas de Perú y Ecuador de sur a norte y un predominio del aire cálido ecuatorial.


En resumen, de golpe el calentamiento del mar norteño produce más humedad de la común en el cielo debido a la condensación. Dicha humedad no pasa al interior del continente porque no puede superar los tres ramales de los Andes, y por tanto se condensa y produce lluvias muy intensas en las regiones costeras del norte del Perú. Estas costas de Piura, Tumbes, Lambayeque, Trujillo, Ancash... son desiertos donde casi nunca llueve, debido a que los Andes son la barrera natural que impide pasar a la humedad de la selva hacia el mar. Por tanto las ciudades, incluida Lima, no están preparadas para asumir tal cantidad de agua en tan poco tiempo (normalmente tienen que regar sus parques para que no se sequen), y se producen inundaciones, riadas y huaycos (derrumbes, aludes de barro) con los consiguientes desastres y pérdidas humanas y materiales que estamos viendo*.

Ya. Hasta ahí el rollo meteorológico. La plaza de armas de Trujillo inundada, el centro de Piura hecho un barrizal, casas totalmente anegadas con metro y medio de agua, carros llevados por las corrientes, el Amazonas en niveles críticos, volquetes hundidos en el barro, grupos de vecinos atrapados en azoteas, personas colgadas en arneses, canoas que transportan víveres por las calles de Chiclayo convertidas en piscinas, pueblos enteros arrasados, la panamericana cortada hace muchos días, puentes destruidos, cortes de luz, desabastecimiento de agua (¡!) en todo el país, apagones de la señal de telefonía y de internet, personas desaparecidas y decenas de muertos y heridos. Un desastre de proporciones gigantescas que ha asolado el Perú de horror, desconcierto y tristeza.

Lo que está ocurriendo hace visibles varias cosas. La primera es la gran cantidad de infraestructuras deficientes y viviendas precarias que hay en Perú, con muchísimas familias viviendo en condiciones indignas y en emplazamientos inseguros, y especialmente en la costa, donde están las principales concentraciones de población. Los anuncios pitucos de la tele nos hacen creer en un país medio elegante y semidesarrollado, pero de pronto despertamos y nos topamos con la realidad que siempre intuíamos: que Perú es mucho más pobre de lo que muchas veces se pretende aparentar.

El reverso es igualmente elocuente: los peruanos son líderes en capacidad de movilización para hacer concreta la solidaridad y acudir en ayuda de los damnificados. La acción del gobierno junto con la totalidad de la sociedad civil es impresionante, por su amplitud y su unanimidad. La campaña #UnaSolaFuerza la capitanea el presidente, que se pasa los días en helicópteros y aviones recorriendo las zonas dañadas; ha encargado a cada ministro una región en la que coordinar de la ayuda y la prevención, con el mandato de dejar otros asuntos y dar prioridad al apoyo a las poblaciones afectadas.

Todo está invadido por el impulso a la solidaridad: cientos de horas de de televisión, las páginas de internet, mensajes de texto de PPK en los celulares, los murales de las calles, cualquier acto público y hasta este blog Lima está repleta de centros de acopio donde se invita a la población a que lleve agua, alimentos, útiles de aseo, medicinas, mosquiteros, calaminas... La cantidad de sacos azules es increíble, hay varias ONGs comprometidas en la tarea, multitud de marcas comerciales, empresas, famosos, grupos políticos, canales de Youtube, asociaciones de todo pelaje, los equipos de fútbol... Incluso los bancos, en sus apps para móviles han introducido una opción para que dones al toque 20, 50 o 100 soles. Sencillamente extraordinario.

Pero lo mejor es que han conseguido generar una corriente de fraternidad y unión que a todos nos hace sentir parte de un mismo país, con un destino común y un presente doloroso que exige que cada uno responda. Es una corriente más fuerte que las aguas de las riadas y los lodos de los huaycos, sostenida por el tesón de este pueblo peruano y su mejor cualidad: reinventarse a sí mismo y alzar la cabeza sonriendo a la desgracia y tarareando una marinera norteña.

* Para una explicación más detallada, ver http://rpp.pe/blog/mongabay/5-preguntas-para-entender-el-fenomeno-el-nino-costero-que-golpea-peru-noticia-1038554. Y también http://unasolafuerza.pe/.


miércoles, 22 de marzo de 2017

EN LA TRIPLE FRONTERA


Cuando se mira el mapa del Perú, en el extremo más oriental, el país acaba en un pico, que es el vértice inferior derecho del llamado trapecio amazónico; éste está construido por dos abruptas líneas geodésicas que bajan de norte a sur formando una especie de pasillo colombiano que se mete en Perú hasta llegar al Amazonas, que hace de base del trapecio. Ese punto de confluencia es una triple frontera entre Colombia, Brasil y Perú, un lugar único, extraño, hermoso y apasionante.

Bajando por el Amazonas peruano se llega a Santa Rosa, que es una isla adonde ingresas con los pies mojados para que sospeches dónde te has metido. Los dos o tres restaurantes turísticos y la oficina de Migraciones no mitigan la sensación de pobreza que te invade a medida que recorres la calle paralela al río y ves las casas de madera, las hamacas, la mugre afincada, las credenciales de la miseria. Al menos hay capilla del Vicariato, pero está ocupada por el abandono y la desolación, deteriorada, acechada por la ruina. Qué lugar. Acá no hay casi nada.

Tras visitar a Maneca, que es la laica responsable de este puesto, buscamos un bote-taxi que nos cruce al otro lado. Los apenas cinco minutos de navegación resultan ser una distancia humana sideral: de repente te ves en lo más parecido a una ciudad desarrollada desde Iquitos. Leticia, en territorio colombiano, está compuesta por calles rectas que se cruzan perpendicularmente y no tienen nombres, sino números. En la plaza adornan plantas bien cuidadas, hay tiendas pitucas y supermercados, todos los motoristas llevan casco, no se ve basura por el suelo... Otro nivel de vida ahí al lado, otro país enfrente nomás, otro genio, otra moneda, otro mundo.

Los jesuitas viven en la calle 10, y ellos nos reciben en su casa, que nos parece un hotel de cinco estrellas hasta con wifi (qué lujo asiático). Valerio, Alfredo y Pablo dinamizan en esta frontera la REPAM, la Red Eclesial Panamazónica, que es una forma nueva de ser iglesia en la Amazonía, defendiendo los derechos humanos, territoriales y culturales de los pueblos indígenas, el medio ambiente, el buen vivir, el agua, los árboles, el desarrollo sostenible y la vida de esta región de más de 7 millones de kilómetros cuadrados en ocho países. Los jesuitas son unos verdaderos tromes por su conocimiento y su compromiso, y están volcados con la red (http://redamazonica.org/), que me ha parecido, en un primer golpe de vista, un filón, una oportunidad ilusionante para el trabajo misionero en nuestra selva.

En Leticia descubrimos el museo etnográfico, que es pequeño pero explica muy bien la vida de los ticuna de esta zona, y da una panorámica de la panamazonía en paneles bien didácticos. También visitamos al obispo de este vicariato colombiano, que es español, nos ofrece "un tinto" (es decir, un café) y en la conversación se queja de que a estos lugares "nadie quiere venir". Por la noche Valerio nos invita a una pizzería que podría estar en Madrid, y hablamos de inculturación, shamanes, vida misionera, tendencias eclesiales... Un rato tan delicioso como la pizza.

Al día siguiente pasamos a Brasil. Que nadie piense en controles aduaneros o puestos de sellar pasaportes, nada de eso: se agarra una calle (la "Avenida Internacional") y sin más se ingresa en el país de la samba sorteando unos carteles. Y todo cambia en apenas 50 metros: ahora el idioma es el portugués, la moneda es el real y no el peso, las calles son amplias pero tal vez menos elegantes, se ven carros de cuatro ruedas, hay aeropuerto y una Mansão de Chocolate que me quedo con ganas de investigar. Tabatinga y Leticia son una sola ciudad dividida mágicamente por una línea imaginaria que origina dos países contiguos muy distintos, tal poder tiene la mano humana muñidora de fronteras.

El obispo es gallego, muy simpático, y en lugar de cruz pectoral lleva colgados del cuello dos USB. Cuando llegamos ya están con él las cinco nuevas hermanas brasileñas que van a trabajar en la misión de Islandia. Pertenecen a cuatro congregaciones diferentes, son de distintas edades -incluso generaciones- y solo dos hablan español. "Qué valor tienen", pienso mientras subimos al bote con todas sus maletas. Pero aún me queda la sorpresa mayor de este viaje; lo cuento en la siguiente, que esta entrada ya es mu larga.

"Hito de la frontera", al entrar en Brasil

sábado, 11 de marzo de 2017

UN PRIMO GENIAL


La siguiente escala de nuestro viaje es San Pablo de Loreto, a seis horas en rápido Amazonas abajo, Un lugar especial: la población nació cuando en los años 30 el estado decidió comprar una hacienda para traer a los leprosos de Iquitos, y así poder experimentar tratamientos de una enfermedad que entonces era aún un misterio... y seguramente también aislarlos.

El origen de un pueblo condiciona su carácter y moldea su visión de la vida. Todavía hoy están "el pueblo" y "la colonia", el poblado que se creó al mismo tiempo, donde vivían el personal sanitario, los trabajadores y los misioneros... convenientemente cerca (a dos minutos en mototaxi) y a la vez suficientemente lejos. Esa brecha geográfica y la experiencia cotidiana de la enfermedad probablemente articulan todavía hoy la personalidad de esta gente. Me aconsejan que es mejor sustituir la palabra "lepra" por "mal de Hansen", y llamar al leprosorio "Casa San José", a pesar de que la habitan apenas once ancianitos, todos sanos, con apenas secuelas de la antigua dolencia que las religiosas les cuidan con delicadeza.

Aquí trabajó el doctor Kuczynski, eminente médico en los años 50 y padre de PPKuy, el actual presidente del Perú. Hasta aquí llegó un joven estudiante de medicina argentino llamado Ernesto Guevara, de camino hacia Cuba, e incluso te cuentan cómo operó el brazo de un hombre para liberar la tensión del nervio que hacía encogerse su mano. ¡Y está su estatua en la plaza de armas al ladito de la catedral! Diosito, ¿qué habrá pensado el marxista Ché al ver eso? Se habrá quedado como las iguanas que se te cruzan por la calle.

Porque esta iglesia de San Pablo es imponente: nueva, bien concebida y original. Tiene un ambón que es la proa de un barco, y un sagrario en forma de bola del mundo, con la llave en el Perú. El padre Jaime prepara las cosas de la misa con su hábito franciscano, alto y delgado a sus ¡78! años. Yo lo miro con la misma cara de las iguanas y pienso que todo, toda esta mezcla (el sufrimiento, la compasión, la exclusión, la valentía, la fe...), ha forjado la identidad de este pueblo tan peculiar.

José Caro (a la izquierda) y mi compañero Reinaldo Nann
De aquí pasamos a Caballo Cocha, donde nos espera mi primo José Caro, franciscano colombiano que vive y trabaja acá, un auténtico trome: ingeniero agrónomo, químico orgánico, psicólogo social, experto en derechos humanos, creativo, entregado. Le encantan los recorridos por las comunidades nativas, les enseña procedimientos alternativos de cultivo, a preparar abonos naturales, se lleva su mini-proyector y monta películas sobre Jesús para verlas y comentarlas... Cuando habla se le nota entusiasmado con su vida misionera, y destila una gran humildad y amor por estas gentes.

Esta parroquia no es fácil, pero es apasionante: Caballo Cocha es una urbe de unos 30.000 habitantes (la mayor del Vicariato, tiene hasta semáforos) colocada estratégicamente en territorio fronterizo, una especie de ciudad sin ley abigarrada de tiendas variadas, ferreterías blanqueadoras de plata de la coca en cada esquina, israelitas, gente de todo pelaje, barrios de diferentes extracciones sociales... de todo. Y además, unos 100 pueblos a lo largo del Amazonas y afluentes de la zona, algunos a unos cuantos días de navegación. Un mundo.

La misa del domingo por la mañana es abundante comparada con otras ya vistas; la iglesia está bastante llena, hay equipo de liturgia muy competente, que lo tiene todo preparado. En la reunión que hay después, José interviene poco, pero entresaco intuiciones que son de oro: primero escuchar a la gente, conversar... Los misioneros no somos amazónicos, estamos recién llegados, y por tanto se requiere la actitud central de aprender con tiempo para intentar inculturarnos.

Este viaje por el Amazonas me recuerda al libro de Conrad: "El corazón de las tinieblas". Es una travesía hacia lo profundo de la selva, hacia la frontera con su idiosincrasia propia, que es un collage de lejanía, poca presencia del Estado e impunidad. No es solo un hecho geográfico: son los límites de lo humano, en los que el mal se manifiesta a sus anchas y el bien resplandece con elocuencia singular. Hacia allí voy y en los próximos días más me va a sorprender.

San Pablo















Caballo Cocha


jueves, 2 de marzo de 2017

EN EL CORAZÓN DE LA SELVA


Podría decir que es como una inmensa alfombra que despliega todos los posibles matices de verde; o un océano de copas de árboles apenas moteado por las sombras kilométricas de las nubes; o el gemelo infinito del cielo hendido por los trazos pardos y serpenteantes de los gigantescos ríos amazónicos. Podría discurrir imágenes semejantes pero siempre serían afónicas o escasas. Porque lo que se contempla desde la avioneta que une Iquitos con El Estrecho, la capital de la cuenca del Putumayo, es simplemente una belleza prodigiosa e indescriptible.

El vuelo apenas demora 45 minutos en una avioneta de las FAP de 17 pasajeros, que encuentra un inédito trozo de tierra empistado en este pueblo de unos 4000 habitantes. El aeropuerto está lleno de gente, motocarros, parasoles y bultos de todos los tamaños y colores; veo a los niños correr hacia la nave aún no del todo detenida, casi golpeándose con la hélice... Y es que al Estrecho solo se llega por aire o en lancha bajando el Amazonas, entrando en Brasil y remontando luego el Putumayo en un viaje que dura entre 10 y 15 días. La lejanía y el aislamiento marcan la vida acá.

Vamos en mototaxi a la casa de las Misioneras Parroquiales del Niño Jesús de Praga, que son las responsables de la misión desde hace años. No hay carros (solo hay dos, una camioneta de la Marina y otra de la Municipalidad que está malograda), casi todas las casas son de madera, tienen luz 16 horas al día (se corta por la tarde), hay señal de teléfono pero no de internet y la pobreza es visible, aunque sea carnaval y se cubra de barro con el que la gente se embadurna por las calles.

Lupe en acción
En casa nos espera la hermana Lupe, que tiene 82 años y lleva 49 en esta misión. Sí, han leído bien: 49 años "en el corazón de la selva", como le gusta decir. No es solo que sea la párroca de aquí... es que es la abuela del pueblo o la cacique, conoce a todos, a sus padres, a sus hijos, condecorada por el Gobierno por su lucha a favor de los indígenas, y hasta una aldea río arriba lleva su nombre. Está viejita pero todo pasa por ella y puede con todo, inclusive hacer el saque de honor pateando el balón en el campeonato de futbito, toma castaña.

La continuidad da frutos porque el domingo comprobamos que a la iglesia viene bastante gente, hay coro con instrumentos, lectores, monitor y tres ministros que normalmente presiden por turno la liturgia y dan la comunión. Las religiosas han trabajado muy bien dando el protagonismo a los laicos; hay hasta acólitos, pero a la hora del ofertorio no saben qué hacer con el pan, el vino y el agua porque esta parroquia está sin sacerdote desde hace años y la misa es algo muy ocasional. Eso sí, hay solamente dos imágenes: San Antonio el patrón y... ¿quién? ¡María Auxiliadora! Jeje.

El territorio parroquial abarca, además de la sede, un mundo de casi 80 comunidades Putumayo arriba y abajo, que se recorren poco (tal vez una vez al año) a causa de la falta de tiempo y del costo económico que supone salir en bote durante dos o tres semanas; en el Vicariato, con lo que la gente aporta no se cubre ni de lejos la vida de los misioneros ni el trabajo pastoral. Hay varias tribus nativas, asentadas en diferentes lugares adonde habría que llegar, y sobre todo es urgente acompañar a los pocos animadores o catequistas que van quedando.

Todavía sin pisar Colombia
Otra peculiaridad de este sitio es la frontera: el Putumayo separa a Perú de Colombia, de modo que en 2 minutos y 6 segundos cronometrados pasamos de un país a otro en fuera borda. El pueblito colombiano de enfrente se llama Marandúa (fundado por Lupita, claro está), y es pobrísimo. Tiene una sola calle, que en realidad es una pasarela de madera elevada para evitar la creciente del río, que cada año alaga casas, la escuela (única construcción de ladrillo), chacras y las pocas pertenencias de los vecinos. Como toda zona fronteriza, El Estrecho encierra desde siempre una complejidad: narcotráfico, tala ilegal, gente que va y viene, comercio ilícito, las FARC pululando por ahí...

Llueve y hace fresco; incluso por la noche necesito una mantita. El Estrecho podría ser mi destino. Cierro los ojos, recuerdo el vuelo y pienso que, más que en el corazón, estoy en el pulmón del planeta. Lo he entendido con mis ojos. Y respiro.